Agenda Cultural UdeA Julio 2013 | 页面 11

ISBN 0124-0854
Hay muchos tipos de revistas literarias o culturales: en su primer número, The New Yorker declaraba su propósito de seriedad, sumado a la esperanza de no llevar a cabo ese propósito con demasiada seriedad. La combinación dio como resultado una tradición de caricaturas que ya dura casi cien años, y unas páginas donde se encuentra la dirección del restaurante de moda, una lista de las películas en cartelera esa semana, indicaciones para llegar a la tienda que vende saldos de Manolo Blahnik y el último cuento de Junot Díaz. O el texto de John Hersey sobre Hiroshima. La revista se puede enrollar para llevar en la mano como una baguette, se puede dejar en la mesita de noche o se puede hojear en la peluquería: podemos dedicarle tanto tiempo como queramos— diez minutos o una mañana— y usarla al final del día para matar una mosca molesta.
Las revistas preludiaron la lectura en internet que tanto irrita a los monjes dedicados: esa lectura simultánea de varias cosas sin prestar atención a ninguna, ese pasearse despreocupadamente por las letras hasta que de pronto algo nos llama la atención y nos obliga a mirar más de cerca, quizás a sentarnos, porque intuimos que pasaremos un rato largo con las páginas en las que Oliver Sacks habla de la alexia de Howard Engel.
Podemos abrir Golpe de dados, cuadernillos ínfimos cosidos con grapas, y leer un poema cualquiera, uno de Yves Bonnefoy que dice que“ con frecuencia, en lo calmo de una hondura, escucho el caer de un cuerpo entre las ramas”. Quizás no sepamos si Bonnefoy está vivo o muerto, o en qué idioma escribió; el sitio que ocupa en la pléyade tampoco es motivo de preocupación durante la lectura. Acabada esta, podemos seguir con un poema de Roca, o volver hacia atrás y leer a María Mercedes Carranza, sin tan siquiera unas palabras del editor advirtiéndonos sobre el contenido o poniéndolo en contexto.
Pero el editor estuvo ahí, qué duda cabe, y es una de las características más notorias de las revistas literarias: reticentes a progresar hacia la esfera de la industria anónima, sus páginas están habitadas por personas. Sabemos quién tuvo la idea de hacer la revista, quién escoge su contenido semana tras semana, quiénes la escriben, quién la engalana para que la podamos leer sin tropiezos, u hojear si nos da la gana. Ellos son personas y nos convierten a nosotros, los lectores, en personas, invitados a jugar con ellos una tarde. Podemos opinar, criticar con la crueldad con la que solemos criticar lo que amamos, hablar del último número con los amigos. Sentimos, los lectores de revistas, que formamos parte de una vida que fluye con aciertos y equivocaciones. No somos los partícipes silenciosos y apocados de quien ha sido invitado a presenciar un ritual congelado hace siglos en el cual no tendremos arte ni parte.
Hay revistas que nacen con una vocación absolutamente seria:“ Nuestra única intransigencia”, dice el primer número de Mito,“ consistirá en no aceptar nada que atente contra la condición humana”. Otras declaran desde el comienzo su inclinación por el humor:“ En términos generales”, declara Harold Ross, editor de The New Yorker,“ esta revista pretende asumir una postura firme contra el asesinato. Pero no queremos ser fanáticos”. En uno u otro caso, las revistas recuperan para los lectores la levedad que perdió la palabra durante los siglos de encarcela-
julio de 2013