ISBN 0124-0854
N º 195 Febrero de 2013
Extendidas en los patios de cemento, en los techos de barro, en los corredores de madera, las ropas ya estregadas reposan de nuevo y sus lavanderas se internan en la sombra de la casa. Al lado de los caracoles también hierven cinco puñados de arroz que en breve tomarán el sabor de las muelas del cangrejo bañadas en jugo de limón. Solo las cocinas siguen en pie porque las otras mujeres y los niños han desbaratado camas y arrumado sillas para bañar la casa por dentro. El piso, cubierto por un tapete de espuma, indica que el aseo no estará terminado antes de la hora del almuerzo. Después de cargar a los bebés sobre sus vientres empapados, las lavanderas regresan al patio. Toman prendas pequeñas y la sumergen en agua limpia, fresca, extraída con motobombas del subsuelo o acumulada durante algún aguacero. En el fondo del recipiente, las mujeres agitan faldas cortas, sostenes, calzoncitos, camisillas, esqueletos hasta retirarles el jabón y luego, por encima de la superficie, las escurren con la pretensión que ni una gota se pierda en ese lugar de cielos y mares aguamarina donde no hay fuentes de agua dulce. En unos minutos el agua jabonosa será retirada por la tropa de la casa, que la destinará al lavado de baños y mesones. Pantalones, blusas, pañuelos, faldas, camisas, bombachos, medias, calzoncillos, camisetas caen, de uno en uno convertidos en ovillos, en un cesto con todas las
prendas ya han pasado por la fuerza delicada y los ojos atentos de las lavanderas. A ellas no se les escapa un sucio, una costura suelta o un botón a punto de desprenderse. Para sábanas y cortinas llegan los niños como auxiliares de escurrido. Cada uno toma una punta de la tela y, según instrucciones de la madre, la enrollan y dan pasos cortos hasta que la tela es un envoltijo que cabe entre los brazos del más pequeño. Después del juego, todos regresan a la casa. En platos hondos humea el cocido de caracoles, recortes de pescado, plátanos, yucas y ñame aliñados con cebolla, ajo y tomate. Lo comen con prisa y lo pasan con limonada. Después la familia entra en el letargo propio de las dos de la tarde. Los niños reposan sobre el piso recién cepillado y las mujeres siguen en sus mecedoras sosteniendo, sobre las piernas, el plato ya vacío. Un rato después, cuando las lavanderas sienten el dolor en la espalda como fuego, regresan al patio para dar las últimas pinceladas. Sobre las tendederas disponen las prendas agrupadas por colores. Las amarillas, las blancas, las violetas, las celestes, las bordó. Se desplazan por las cuerdas abriendo espacios allí y allá para acomodar el calcetincito blanco, las tiras verdes del brasier, la falda marrón. Antes de las cinco de la tarde, La Loma es una galería de arte al aire libre amenizada por las voces de los cantantes locales que todavía recuerdan el estilo