Días de amor y culpa
ISBN 0124-0854
N º 177 Junio de 2011
De un momento a otro, la mujer de buenas maneras se había convertido en un ser al que temían, una persona cercana, a quien la locura le desfiguraba el rostro de tal forma que era difícil reconocer en ella a la niña que creció rodeada de todos. Ahora, un profundo temor y la sensación de una pérdida, cercana a la muerte, los embargaban y los dividían. Era como un espejo roto que les mostraba crudamente la situación familiar, los peligros a los que estaban expuestas sus mentes, porque así como ella, cualquiera de los otros podía ser vulnerable a la demencia. Esperanza fue, quizás, la más afectada; no se sentía capaz de convivir con su hermana en ese estado, por eso planteó la posibilidad de ponerla en manos de especialistas y, si era el caso, hospitalizarla. Ante esta alternativa el padre dio un“ no” rotundo que luego tendría que enmendar.
Días de amor y culpa
Nadie sabe a ciencia cierta cuándo la locura empezó a estar presente en su vida. La única certeza que tienen sus familiares es que los sucesos que detonaron las primeras evidencias de la esquizofrenia ocurrieron en Bogotá. En un principio, la idea de mudarse la llenó de incertidumbres. Sin embargo, se acostumbró al ritmo agitado de la ciudad y al frío, que se convertía en la razón para usar la ropa de invierno con la cual se veía más elegante y formal. Una fotografía de la época la retrata parada en la carrera Séptima, con un abrigo claro que la cubre hasta las pantorrillas, zapatos de tacón mediano y cartera en el brazo derecho. Se ve frágil y angelical. Suspendida en el tiempo, vestida de damita pulcra, y ajena a los letreros de las tiendas que aparecen detrás, junto a la iglesia San Francisco, casi imperceptible, en el fondo, y a la agitación de la capital. Está puesta allí en medio de todo,
mirando al fotógrafo, posando sin ninguna pretensión. Siempre se preocupó por su apariencia y por aprender las buenas maneras que una señorita decente debía emplear. Muy pocas veces usaba maquillaje, pero cuando lo hacía era tenue, tan sólo para resaltar su boca delgada y pulida, y la expresión de sus ojos, tan dulce como distante.
Le agradaba desenredar su larga cabellera en los ratos de ocio y luego recogerla en la parte posterior de la cabeza. Ponía todo su esmero en hacerlo bien, pasando una, dos y hasta tres veces el peine entre sus cabellos lacios y castaños. Pocos entendían el cambio que en ella ocurría al peinarse. La monotonía de esta actividad tranquilizaba su mente y le ayudaba a alejarse de la tensión que rondaba su cabeza.
Todos los cuidados que procuraba tener consigo eran una forma de tomar posesión de su autonomía, en muchas ocasiones arrebatada por los caprichos, las opiniones y las creencias de sus padres. Era bella, no cabía duda, y eso perturbaba aun más a Luis Eduardo, quien controlaba las horas de regreso a casa y las visitas de los amigos con la rigurosidad de un carcelero que se siente dueño del preso. Sin embargo, ella lo amaba. Se trataba de su padre, quien le daba todo y le quitaba todo, sumiéndola en un estado de dependencia atroz que la destruía mientras buscaba protegerla.
Nadie en casa era ajeno a los caprichos en los que incurría el padre por cuenta de su interés protector.“ En el ambiente familiar había un temor hacia la figura paterna. Aunque mi padre era muy bondadoso, muy ocupado de su familia, fue un ser que por tener mucho temor quería protegernos tanto que no nos permitía a cada quien ser, sino que había una tendencia a imponernos normas con el objetivo de cuidarnos”, dice Esperanza mientras lo evoca casi treinta y nueve años después de los primeros delirios de su hermana.