Agenda Cultural UdeA - Año 2011 JUNIO | Page 6

ISBN 0124-0854
N º 177 Junio de 2011 sus ojos y empezó a musitar secretos que aún perturban la paz familiar.
Genuflexa como estatua arrepentida, con las carnes trémulas por la resistencia que oponía al dolor en sus rodillas, fue descubierta por Esperanza, la hermana con quien compartía todo y nada. Habitación y temores, pero no la confianza necesaria para revelarle los pasos secretos que daba fuera de casa. Eran las hijas mayores de una pareja de católicos que había llegado a Bogotá detrás de sueños de riqueza y prosperidad.
Esperanza estaba aterrada; la imagen le recordaba el misticismo y la desolación con los cuales había crecido, pero que evadía cuando le era posible, porque removía sus inseguridades más profundas. Por eso, quizás, no se detuvo en detalles y acudió a llamar a su madre. Paradas en el alféizar de la puerta, mientras contemplaban a la mujer absorta, ninguna de las dos imaginó que era el principio de una larga historia de padecimientos y vergüenzas.
Después de este episodio de enajenación, Consuelo no volvió a ser la misma. Se mantenía aislada, guardaba silencio la mayor parte del tiempo, un silencio que inquietaba al padre, pero que era más llevadero que los cuchicheos nocturnos o la posible revelación de las situaciones que habían detonado ese estado.
Un día, la desconfianza se apoderó de ella hasta tal punto que se armó de un cuchillo; en ese momento fue evidente que representaba un peligro para la familia. Prefería que no se le acercaran, y cuando se disgustaba esgrimía el arma. La transformación era sorprendente. Sin embargo, sus ojos aún tenían el brillo que los caracterizaba, sólo que ahora se perdían en el horizonte, como si tuvieran acceso a otro mundo destinado para unos y negado a los otros. Cuando ese mundo se cruzaba con el de
Leonora Carrington, Adelita Escapes, óleo sobre lienzo, 1987
los demás, se originaba un choque fuerte en el que solía sentirse perseguida y agredida, entonces sentía una necesidad imperiosa de reaccionar y enfrentar a quienes se atrevían a acercarse.
La casa se convirtió en un lugar de acceso restringido. Consuelo había iniciado una pugna, sus espacios no eran los mismos que habitaban los otros. Con sus pasos incansables, de un extremo a otro de la habitación, tomaba posesión territorial y daba una monotonía insoportable a los días en el hogar, marcaba como un reloj el paso del tiempo entre las paredes de la casa en Bogotá y, posteriormente, cuando su padre, Luis Eduardo, se jubiló y se trasladaron nuevamente a Medellín, acentuaron la ruptura familiar en la casona de Prado Centro. Desde esa época hasta el presente, Consuelo va y regresa, camina y camina en una suerte de expiación de sus culpas.