N º 155 Junio de 2009
ISBN 0124-0854
N º 155 Junio de 2009
otros me han movido a estupor cuando no a irritación y aun a cólera. Pero, gracias a Dios, todavía soy capaz de pasar balance.
Y como no soy hombre de pensamiento lúcido ni mucho menos, me explicaré con una anécdota. Hace años visité uno de los pueblos más apasionados y convulsos de nuestra América, y por ello mismo uno de los que más grandes esperanzas para el futuro ocultan en sus entrañas. Me refiero a Colombia.
Cierta noche como a las diez y media regresaba yo al hotel de lujo en que la hospitalidad de los colombianos me habían alojado. Téngase en cuenta que en Colombia hasta las gentes más humildes poseen una exquisita cortesía y hablan el español de una forma que es un gusto escucharlos. Pues bien: al acercarme a la entrada se me aproximó un niño de unos diez años de edad ― la misma que por entonces tenía mi nieto en la Habana. Era muy delgado, vestía de harapos, iba descalzo. Con una impresionante dignidad me dijo sólo estas palabras:“ Señor, tengo hambre”. Ni pedía ni mendigaba: sólo enfrentaba mi corazón con un hecho. Sin una palabra le entregué cuanto dinero llevaba conmigo. Aquella noche habrán comido él, sus hermanitos y hasta quizás sus padres, aunque no me consta que los tuviera, pues en cuanto sintió el dinero en la mano me saludó con una pequeña inclinación de cabeza y se marchó, derecho y solemne, sombra adentro, calle abajo.
En resumen, que aquella noche había tenido frente a mí no sólo al desdichadito de Colombia, sino a quien pudo haber sido mi propio nieto, por no decir a casi todos los niños de América. Sin saberlo él, había pronunciado las terribles palabras de Cristo que ― según León Bloy, si la memoria no me falla ― se han de escuchar al fin de los tiempos como un clamor de trueno en todos los confines de la Tierra:“ Tengo hambre”.
Es una referencia al pasaje de los Evangelios ― libro extraño que sería provechoso leer sólo como una lección de buena literatura ― en que Jesús, paseando por una plaza en compañía de sus discípulos, les dice( no cito literalmente):“ Pues al final de los tiempos os diré:‘ Venid a mí, benditos de mi padre, porque cuando tuve sed, me disteis de beber, y cuando tuve hambre, me disteis de comer’”. Y los discípulos, sencilla gente de pueblo, como sabemos, que lo tomaban todo literalmente, le preguntaron:“‘ Señor, ¿ cuándo tuviste sed y te dimos de beber?, y ¿ cuándo tuviste hambre y te dimos de comer?’. A lo que Jesús respondió, señalando a los mendigos, hombres viejos, recios, rudos, sentados en torno de la plaza:‘ Cada vez que lo hicisteis con uno de estos pequeñuelos, conmigo, lo hicisteis’”.
Sean cuales fueren nuestras penurias, cuando al fin del día me tiendo a dormir, lo hago con la tranquilidad de saber que aquella noche no va a morir de hambre ningún pequeñuelo en mi tierra, ni los
de veras, ni los simbólicos.