N º 153 Abril de 2009
ISBN 0124-0854
N º 153 Abril de 2009
El padre Casimiro
Por: Enrique Buenaventura *
Ni joven, ni viejo, prematuramente calvo. Ni alegre, ni triste, obstinadamente reflexivo, ejercía desde hacía dos años, en aquella parroquia encaramada en la montaña, de la cual huían los muchachos hacia la ciudad y, en la cual se amontonaban cada vez más los viejos y – especialmente – las viejas aún de pañolón negro y cara blanca, pues en la región eran escasos indios y negros. La iglesia era un viejo caserón de dos aguas y una torre mudéjar que quedó quién sabe de cual siglo y en el altar mayor y único había un cristo sangrante, de tamaño casi natural, con pelo de verdad, taparrabo de terciopelo viejo y una piel de laca transparente que dejaba ver venas azules y músculos y huesos. Alguien una vez le dijo que era de Caspicara y el nombre le quedó sonando y lo repetía ante los escasísimos visitantes.
Papas producía el pueblo, papas que bajaban en mulas por los peñascos hasta la carretera. Él mismo tenía, detrás de la pequeña casa cural, una huerta con papas, tomates, unas cuantas matas de maíz, amén de cuatro gallinas y un gallo que lo despertaba a las cinco y no cantaba más porque no se regía por el sol.
Aquel domingo, como todos los domingos, subió al púlpito – porque era excelente orador sagrado- pero estaba pálido como un muerto, se colgaba del pasamanos para remontar las escaleras y su calva, como iluminada por dentro, diríase que dejaba ver la calavera, así como los pómulos y las profundas ojeras. Sus manos se agarraron al borde del redondo y pequeño recinto, coronado por una imagen de san Gabriel Arcángel pisando la sierpe alada y retorcida del demonio y, en la parte de abajo, estampas donde se mezclaban Jesús, los apóstoles y unos indios ofreciéndoles piñas, granadillas y papayas, todo lo cual terminaba en una columna salomónica, donde se enroscaba la serpiente tentando a un Adán y a una Eva, más parecidos a los campesinos de la región que a los verdaderos. Los feligreses, viejos en su mayoría, una que otra mujer preñada, pocos niños, peones de pata al suelo y algún señorón o señorona, dueños, todavía, de honras, vidas y haciendas, en sus reclinatorios con sus nombres en letras doradas, no dejaron de notar la debilidad exterior y el fuego interno que consumían, desde hacía algún tiempo, al párroco. Lo atribuyeron – para no alarmarse – a la santidad que todos le reconocían, hasta el punto de