ISBN 0124-0854
N º 112 Julio 2005 inútil y feo. Cuando empezó a jugar al fútbol, los médicos le hicieron la cruz: diagnosticaron que nunca llegaría a ser un deportista este anormal, este pobre resto del hambre y de la poliomielitis, burro y cojo, con un cerebro infantil, una columna vertebral hecha una S y las dos piernas torcidas para el mismo lado. Nunca hubo un puntero derecho como él. En el Mundial del 58 fue el mejor en su puesto. En el Mundial del 62, el mejor jugador del campeonato. Pero a lo largo de sus años en las canchas, Garrincha fue más: él fue el hombre que dio más alegría en toda la historia del fútbol. es Itite. 0ío se o, el e los ros. s ue r, y uenngo, el ario. nole el Cuando él estaba allí, el campo de juego era un picadero de circo; la pelota, un bicho amaestrado; el partido, una invitación a la fiesta. Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa a la gente: él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él se escapaba, ella lo corría. En el camino, los rivales se chocaban entre sí, se enredaban las piernas, se mareaban, caían sentados. Garrincha ejercía sus picardías de malandra a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro: criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba para un club llamado Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él: el botafogo que encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente, el que huía de las
concentraciones, escapándose por la ventana, porque desde los lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser jugada, alguna música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería ser besada. ¿ Un ganador? Un perdedor con buena suerte. Y la buena suerte no dura. Bien dicen en Brasil que si la mierda tuviera valor, los pobres nacerían sin culo. Garrincha murió de su muerte: pobre, borracho y solo.
Gol de Jairzinho
Fue en el Mundial del 70. Brasil enfrentaba a Inglaterra. Tostáo recibió la pelota de Paulo César y se escurrió hasta donde pudo. Encontró a toda Inglaterra replegada en el área. Hasta la reina estaba allí. Tostáo eludió a uno, a otro y a otro más, y pasó la pelota a Pelé. Otros tres jugadores lo ahogaron en el acto: Pelé simuló que seguía viaje y los tres rivales se fueron al humo, pero apretó el freno, giró y dejó la pelota en los pies de Jairzinho, que allá venía. Jairzinho había aprendido a desmarcarse cuando se buscaba la vida en el arrabal más duro de Río de Janeiro: salió disparado como una bala negra, esquivó a un inglés y la pelota, bala blanca, atravesó la meta del arquero Banks. Fue el gol de la victoria. A paso de fiesta, el ataque brasileño se había sacado de encima a siete custodios. Y la ciudadela de acero había sido derretida por aquel viento caliente que vino del sur.