ISBN 0124-0854
N º 106 Diciembre 2004
Sopetrán, la Tierra de las Frutas. Desde la carretera se siente ese aroma dulzón que se desprende de los mangos en cosecha o de las naranjas y los nísperos. Por fin, tras casi dos horas de viaje se llega a Antioquia. Quienes van en colectivo llegan a la terminal, si es que puede llamarse así: es una bahía polvorienta en donde aguardan el turno de salida decenas de buses, colectivos y taxis. Pero al pasar la calle ya es Antioquia, aquella de la que todos han oído hablar: una calle empinada y empedrada es la puerta de ingreso. A lado y lado casas blancas con puertas cafés, azules o verdes, todas de madera y que hacen juego con las ventanas. Pronto se llega a la plaza principal, llena de negocios. Están los billares, usados por los nativos en semana y aventurados por unos cuántos turistas que deciden jugarse un chico. También los restaurantes y bares, los almacenes y farmacias. Y claro, la Alcaldía, la Iglesia, una fuente que regaló Juan Gómez Martínez y hasta un hotel. Pero sin duda el centro de atención son los toldos de fruta. Están distribuidos en forma de L, sobre el marco de la plaza y dan la bienvenida al turista ya los propios en una fiesta de colores y aromas. Tamarindo, mamoncillos, nísperos, zapote, guamas, costeño, arequipe, naranja agria y muchas que jamás se han visto en la ciudad. Mucho de ciudad tiene ya la antigua capital antioqueña. Pero conserva algunas tradiciones dignas de presenciar como la Semana Santa celebrada por los niños y el Festival de los Diablitos, en diciembre.
Además, el Museo de Arte Religioso y las seis iglesias que acompañan igual número de parques; el olor a frutas que invade el pueblo y esa historia que parece flotar en el aire; el café secado al sol en las aceras y las bellísimas calles de piedra que atraviesan el pueblo, tienen un encanto que persiste sin importar cuántas veces se hayan visitado.