ISBN 0124-0854
N º 79 Junio de 2002 editorial
U
na de las palabras de moda en nuestro mundo globalizado es“ tolerancia”. Vivimos – dicen los pensadores bienintencionados – en un mundo cada vez más pequeño gracias a los medios de comunicación, por lo que la convivencia resultará imposible si no aprendemos a tolerarnos los unos a los otros, sin importar nuestra raza, origen, creencias religiosas o preferencias sexuales … Y es cierto: sin tolerancia entre las partes, la existencia se hace invivible y el conflicto amenaza con estallar en cada momento. Sin embargo, la tolerancia es, cuándo más, un primer paso para la convivencia, pero en definitiva se queda corta ante sus exigencias.
El primer cuestionamiento serio que se le puede hacer a la tolerancia es que no exige considerar al otro como un igual. De hecho, la tolerancia casi siempre es vertical; se puede ser muy tolerante y, sin embargo, considerar que todos están por debajo de uno mismo. Es de allí de donde nace la tolerancia irrespetuosa, fundamentada en la lástima; la tolerancia que se da como limosna, ésa que dice:“ Pobrecito, pero después de todo él no tiene la culpa”.
Por eso, la única alternativa válida para la convivencia social es el“ respeto”, que es la tolerancia llevada un paso – un enorme paso – más allá. La diferencia consiste en que al respetar a alguien lo pongo a mi mismo nivel, lo juzgo como mi par. Eso es algo que han entendido muy bien las minorías que luchan por su“ derecho a ser” en una sociedad donde los valores dominantes son los de la
mayoría heterosexual, católica y“ blanca”. Las minorías, sin importar que sean de tipo sexual, racial o religioso, lo único que quieren es que se les respete como lo que son, que no se les pida convertirse en algo que no pueden o no quieren ser. Y entre estas minorías que luchan por el respeto, las minorías sexuales están entre las que más han avanzado en tal búsqueda.
Homosexuales, bisexuales y transexuales fueron perseguidos durante siglos, con la pretendida justificación de que su forma de vida era una amenaza para la sociedad. Aun así, muchas de las obras y hechos que han enriquecido a nuestra civilización provienen de las minorías sexuales. Ese es el caso de los escritos de Wilde, Safo, Gide y Tournier, las composiciones de Tchaikovsky y Britten, las esculturas de Michelangelo, la expansión helénica de Alejandro, la filosofía de Sócrates.
Los hitos marcados por tales individuos deberían haber garantizado, desde hace mucho, el respeto de todos los heterosexuales a las minorías sexuales. Pero lo cierto es que sólo hasta el siglo XX la civilización occidental aprendió a medir la valía de un individuo sin que importara el sexo de su compañero sexual. Y este hecho no es algo gratuito: si las minorías sexuales están hoy en camino de obtener derechos de ciudadanía plenos, se debe a que se organizaron y lucharon por lo que creían justo. Una lucha difícil, llena de dificultades, marcada por los falsos mitos y la maldición del SIDA que tan injustamente se les achacó, pero que, poco a poco, ha permitido a estas minorías un peso político y económico