ISBN 0124-0854
N º 77 Abril de 2002 la vanidad viste a los vanidosos y la mesura a los valientes de verdad.
A través de las centenas de años la literatura ha mostrado los prototipos de la inmensa variedad de seres humanos, con todos sus atributos y sus defectos. Shakespeare, especialmente rico en ellos, nos entregó al celoso Otelo, ya Desdémona la injustamente inculpada. Nos enseña a Shilock el avaro implacable, y el amor infortunado entre Romeo y Julieta, y a la infortunada y adorable Ofelia, sacrificada por el pensativo Hamlet. Nos haríamos casi interminables citando prototipos de ese genio. Cervantes creó al iluso don Quijote, paradigma de la locura, y la sensata ignorancia de Sancho Panza, y la superidealizada estructura de Dulcinea del Toboso. Con la imagen de esos prototipos solemos decir de locos y de sensatos y de mujeres de nébula y de ensueño que nos persiguen en los idealismos. La literatura nos traza rutas para aprender a clasificar a nuestros congéneres.
Pero a más la literatura es la gran socióloga: en la madeja de las letras y palabras que se suceden, las obras literarias guardan las épocas. Por Homero sabemos la clase de dioses que los griegos adoraban, sabemos de sus costumbres, de sus vestimentas, de sus alimentos, de sus armas, de sus barcos, del mundo que conocían. Podemos decir que
quien se adentra en las páginas de la Ilíada y de la Odisea, si es que sabe leer como se debe, cambia de época y se adentra en otra que sucedió hace tres mil años. Otra, intacta en la literatura, permanecida en ella: es de maravilla.
Lo mismo con El Quijote. Lo mismo con Coriolano, de Shakespeare. Lo mismo con cada obra antigua. Y con las modernas, que van a preservar este tiempo para enseñarlo a los hombres futuros.
La literatura es más duradera que la piedra: hace tres mil años la orgullosa ciudadela de Troya, o Ilión, tenía espesas y altas murallas al parecer inexpugnables, imagen misma de la durabilidad: pero de esas murallas orgullosas no quedan ni las piedras, a las cuales el tiempo ceñudo volvió polvo, y los vientos lo aventaron. Pero La Ilíada y La Odisea, que cuentan de esos hombres empolvecidos y de esas murallas pulverizadas, esas obras conservadas primero por los pergaminos crujientes y luego por la aparente fragilidad