Agenda Cultural UdeA - Año 2000 FEBRERO | Page 8

ISBN 0124-0854
N º 53 Febrero de 2000 que había invadido la relación con los libros en la Edad Media. A la vivacidad intelectual de las herejías y de los primeros debates cristianos, la sucedió la severidad del dogma, y no podemos creer en la fecundidad intelectual de una época donde cualquier desviación de la ortodoxia recibía refutaciones de garfio y de fuego. Curiosa época donde la dominación estaba en el libro, y la libertad estaba en la creación oral, en las canciones de los cátaros y en los cuentos de hadas llenos de evocaciones paganas; donde escribir era ser vigilado y ser reo de tribunales terrenos y celestes, y donde en cambio el habla trasmitía los secretos más vigorosos y profundos de los pueblos. Ante una obra como Macbeth, donde se percibe por todas partes la gravitación de la Edad Media, uno se siente tentado a pensar que las palabras más inquietantes, que las músicas más indescifrables, que las construcciones verbales más audaces, las pronuncian las brujas. En cambio es evidente que la única tradición oral que los poderes medievales, particularmente la iglesia, alentaban, era la interminable e invariable repetición de oraciones previamente acuñadas y
aprobadas por las jerarquías eclesiásticas.
Así, podemos advertir en el surgimiento de la imprenta no un lance afortunado y un hallazgo azaroso sino una secreta conspiración de la libertad de pensamiento contra las ortodoxias medievales. Aunque el primer libro en imprimirse fue la Sagrada Escritura, ya contrariaba seriamente al poder de la Iglesia esa posibilidad de poner biblias a solas en todas las manos, ya preparaba también esa gran rebelión que fue la Reforma, que arrebató a las autoridades de la iglesia el monopolio de la verdad del texto bíblico, y dio libertad a los fieles para interpretar sus pasajes.
Las nacientes naciones tenían que ingresar en los paradigmas de la modernidad, y no para parecerse a Europa sino justamente para no tener que parecerse a ella, para garantizar la posibilidad de pensarse a sí mismas, de definir su fisonomía, de asumirse como sujetos complejos de la historia.
La tradición oral conserva las tradiciones, pero también es un modo de crear colectivamente, y por ello requiere cohesión social, mientras que el auge de la escritura más bien estimula la creación solitaria. Yo diría
que por entonces se vivió en Europa una gran conspiración. No es sólo que a través de la imprenta el Renacimiento haya puesto la memoria de Occidente en manos de los individuos, el individuo mismo fue uno de los inventos de aquella época. Después de edades que ponían el énfasis en la pertenencia a una comunidad, llegaron las edades en las que lo importante era el criterio personal, en las que cada yo procuraba separarse del mundo y jugar la historia desde su propia perspectiva. Desde antes del Renacimiento, y preparándolo, se habían dado en el campo del pensamiento y de la creación grandes aventuras individuales como no las recordaba Occidente desde los tiempos magníficos de la filosofía presocrática. Con un sentido conmovedor de la responsabilidad, Tomás de Aquino se aplicó a pensar por sí mismo toda la doctrina cristiana, a buscarle un fundamento racional a la unión hipostática, a la encarnación, al color de las plumas en las alas de los ángeles, al modo como se desplazan por el mundo los pensamientos de Dios. Ello parece una expresión de la fe, pero los cuarenta volúmenes de la Suma Teológica admiten la sospecha de que fueran secretamente una expresión