ISBN 0124-0854
N º 53 Febrero de 2000 propician la pesca; así repiten los u’ wa del Cocuy el mito del vuelo de las tijeretas que recuerda el viaje fundador de sus abuelos, las águilas, y que renueva ante cada bandada de águilas migratorias un pacto sagrado con el territorio.
Nosotros no tenemos el privilegio de pertenecer a esos mundos cerrados sobre sí; y todo parece indicar que el mundo moderno no avanza hacia la pureza de las culturas sino hacia el diálogo, el intercambio y el enriquecimiento recíprocos. Por eso aunque hay algo en nosotros, mestizos americanos, que anhela sin fin volver a la cultura oral, a la tradición oral, hoy nuestra principal memoria posible es la del libro, y sin embargo tenemos todavía algunas de las sociedades menos lectoras del planeta. Cómo extrañarse de que en Colombia no nos reconozcamos los unos a los otros, si nunca nos hemos esforzado por construir verdaderamente el vínculo, si no hemos fortalecido los lenguajes del intercambio y del reconocimiento, si crecemos en la hostilidad y la rivalidad. Colombia sólo cambiará cuando esté llena de ciudadanos en el sentido más activo y más reflexivo del término. ¿ Pero cómo extrañarse de que no haya ciudadanos en una cultura
donde lo individual no escapa al nivel de la supervivencia solitaria, ni ha logrado depurarse en criterio y en carácter?
Estar con un libro es ya no estar sólo consigo mismo, hay allí otro que nos ayuda y nos desafía. Y yo pienso que nuestra América está llamada, a pesar de todo, a convertirse por excelencia en la tierra del libro. Lo pienso porque en primer lugar, como decía al comienzo, probablemente la escritura surgió como alternativa de conservación de la memoria allí donde flaquea la memoria oral, donde desaparecen las costumbres y se desarraigan las tradiciones. En segundo lugar, porque tanto la escritura como la imprenta son instrumentos ideales para el diálogo de las culturas, y en ningún otro continente parece haber un desafío más vasto de entendimiento entre culturas distintas. Somos herederos de todas las tradiciones del planeta, y ello no puede darse mediante la asimilación de tradiciones orales sino mediante el diálogo múltiple de autores y de textos. Y en tercer lugar, porque el continente, que aún no ha producido esas esperadas multitudes de fervientes y lúcidos lectores que la historia promete, ya ha producido algunos de los
más notables maestros lectores que pueda mostrar Occidente, es decir, de maestros que no sólo fueron grandes lectores sino que siempre supieron enseñar a leer: hablo, para mencionar sólo a unos cuantos, de Alfonso Reyes, cuyo espíritu era a su modo una biblioteca infinita; hablo de Pedro Henríquez Ureña, amoroso lector de todas las creaciones continentales, hablo por íntimo dictado del afecto de la gratitud de Estanislao Zuleta, en quien estaban y dialogaban las artes y las disciplinas científicas, y hablo del más grande de todos, de Jorge Luis Borges, a quien un francés ha llamado el guardián de todas las bibliotecas, y quien ha sido el lúcido y cálido maestro de las generaciones americanas de esta segunda mitad del siglo; gracias a todos ellos, tal vez estemos asistiendo, en este último crepúsculo del siglo XX, al nacimiento definitivo de una comunidad de lectores hedónicos y comprensivos, de individuos y de ciudadanos, que hagan realidad el viejo sueño de instaurar en nuestra tierra, contra el viento del olvido, y sobre ese caos de pasiones elementales y de colores primarios, la vigencia de la memoria, la fraternidad de la democracia, la fiesta duna edad de lucidez y de imaginación.