Agenda Cultural UdeA - Año 2000 FEBRERO | Page 10

ISBN 0124-0854
N º 53 Febrero de 2000 de la duda: a Tomás de Aquino ya no le bastaba creer, necesitaba argumentar, y por ello, sin darse cuenta, él, el buey manso de Sicilia, él, que no pecaba nunca, él, ante cuya confesión final el sacerdote lloró de asombro porque estaba oyendo los pecados de un niño de cinco años, cometió sin advertido, el más imperceptible de los pecados de su época: tratar de entender y de pensar a Dios cuando la ortodoxia ordenaba simplemente creer. colocar a la mujer que amaba, a Beatriz Portinari, en el centro del cielo espiritual, como si quisiera reemplazar con ella al Dios de los Ejércitos? Dante creía firmemente que Dios y el amor son equiparables, como Cristo lo había predicado, y si el amor era Beatriz Portinari, ¿ por qué no afirmar una suerte de identidad entre Beatriz y Dios, siendo evidente que en el Cosmos de la Divina Comedia, Beatriz y sólo Beatriz es el Amor que mueve al sol y las estrellas?
Otro aventurero fue Dante Aligheri, cuyos tercetos luminosos y precisos fueron vistos durante siglos como una expresión de la ortodoxia cristiana, pero en quien podemos advertir a un temerario explorador de lo desconocido, ya que no sólo decidió pecadoramente visitar estando vivo los reinos de la muerte, sino que se tomó la libertad de suplantar el juicio divino enviando a su antojo al infierno a reyes y papas, dictaminando sobre el pasado de Italia y de Europa como si él mismo fuera el juicio universal. De ese modo, consciente o no de ello, Dante estaba reinventando una verdad antigua: el hombre es la medida de todas las cosas. ¿ Añadiré que no fue la menor de sus audacias la de
A través de esas cósmicas aventuras intelectuales iba naciendo el individuo tal como lo consagró el Renacimiento. Con las minuciosas y crecientes dudas de Descartes, con las lúcidas y personalísimas meditaciones de Montaigne, con las sonrisas de Leonardo, con los discursos de Cervantes, con las oposiciones de Lutero, con las máscaras apasionadas de Shakespeare. Así se abría camino el individuo en la historia de Occidente, y ya estaban en él, potencialmente, el hombre sujeto de Derechos de la Revolución Francesa, el revolucionario iconoclasta, el ciudadano de las democracias modernas, el solitario héroe romántico enfrentado con el mundo y consigo mismo.
Ese proceso puede corresponder a una reflexión que escuché cierta vez de labios de Estanislao Zuleta sobre las diferencias sobre la épica y la lírica. En la épica, decía, hay siempre una comunidad a la que se pertenece, con la que se está de acuerdo, un nosotros desde donde hablan el héroe y el narrador, unos seres solidarios integrados al mundo; en la lírica hay siempre un individuo, no sólo aislado del mundo, sino a menudo enfrentado a él.