ISBN 0124-0854
N º 42 Febrero de 1999 tire la primera piedra.
La diferencia que condena al periodista es que estos instintos elementales los vive públicamente, de manera que lo que son gajes del oficio y conductos regulares de toda vida humana se amplifican y quedan en la memoria y el inconsciente del“ público”, testigo directo o indirecto, como pruebas irrefutables de estupidez. Pero si las cámaras, las grabadoras, los micrófonos y las luces, que siguen acuciosamente los pasos de los periodistas, se dedicaran a rastrear abogados, médicos, comerciantes, arquitectos, a cada cual en su infinita mezquindad, el mundo dudaría de su cordura, la confianza se quebraría en mil pedazos y habría pocos di puestos a levantarse de la cama.
Si los hombres siguen su curso sin que la tierra llore de dolor es porque la inteligencia de la especie se ha reservado ciertas garantías. Una de ellas lleva más el derecho“ natural” a preservar la intimidad y se extiende a lo que podríamos empezar a llamar el Derecho a la Intimidad Pública, a pasar desapercibidos, a actuar sin un ojo avizor respirándonos en la conciencia. Los periodistas hemos resignado ese derecho. En cambio, nuestros mínimos actos para ganarnos la vida ocurren frente a miles de televidentes, lectores u oyentes. Claro, tipo de oficios se ejercen de cara a públicos amplios o reducidos( meseros, taxistas, vendedores, etc.), pero sin un agravante que pesa sobre los periodistas: el de la responsabilidad intelectual, la hoguera de las vanidades
de la inteligencia.
Y sumémosle a esto que no somos ni telepredicadores, psicólogos, ni economistas, sino que el tono y la sustancia de nuestro discurso debe ir modificándose al vaivén de cada día como si el mundo naciera cada mañana, de manera que ahora hay que ser experto en política chilena y dentro de un ratico en los conflictos de los grandes lagos y pasadas unas horas en el nacionalismo serbio. Admitámoslo: no hay cerebro que aguante tantos estrujones.
Doy fe: mis colegas son gente con las neuronas completas, leen tan poco como el resto de los profesionales colombianos y tienen sobre lo divino y lo humano opiniones tan convencionales como una reina de belleza, un poeta o un congresista. Nuestras emociones estéticas son lugares comunes y nuestras opiniones políticas se han formado a punta de prejuicios, exactamente como las de los demás, y en cuanto a los genios de la raza( siendo muy generosos con el calificativo), los Caballero, los Gossaín, los Santos Calderón, son tan escasos como en el resto de vocaciones y no hacen más que confirmar la regla.
Chivos expiatorios o víctimas propiciatorias, lo cierto es que muchas personas suelen exigir de nosotros la claridad y la inteligencia que ellas mismas no tienen. Si los anteriores argumentos, expuestos con la mejor voluntad conciliadora, no bastasen para mermar la asonada de improperios