La incorporación de sustancias a los productos alimenticios, aunque de forma accidental, posiblemente tenga sus orígenes en el Paleolítico: la exposición de los alimentos al humo1 procedente de un fuego favorecía su conservación. Posteriormente, en el Neolítico, cuando el hombre desarrolla la agricultura y la ganadería, se ve obligado a manipular los alimentos con el fin de que resulten más apetecibles o que se conserven mejor. Con el primer objetivo se utilizaron, entre otros, el azafrán y la cochinilla y con el segundo, se recurrió a la sal y al vinagre. El empleo de estas y otras muchas sustancias era empírico, pero con los avances experimentados por la química en el siglo XVIII y con las nuevas necesidades de la industria agroalimentaria del siglo XIX, la búsqueda de compuestos para añadir a los alimentos se hace sistemática. No es hasta finales de este siglo cuando en el lenguaje alimentario se incluye el término “aditivo”2 . Y se hace de un modo confuso, ya que bajo esta denominación también se agrupaban diversas sustancias con distintos efectos sobre la salud humana: las especias, los enriquecedores, los coadyuvantes tecnológicos3 , las impurezas4 y los contaminantes5 . Hoy en día, y según el Codex alimentarius6 , el concepto de aditivo se refiere a cualquier sustancia que, independientemente de su valor nutricional, se añade intencionadamente a un alimento con fines tecnológicos. en cantidades controladas.(MULTON,2000).
3