A SANGRE FRIA | страница 90

una pequeña ciudad de Kansas y allí el «hado» bajo la forma de una «mala compañía», se interpuso en su camino. -Se llamaba Smith igual que yo. Ni siquiera recuerdo su nombre de pila. Alguien que me encontré en alguna parte, que tenía coche y que me dijo que podía llevarme hasta Chicago. Así que cuando atravesábamos Texas, llegamos a ese Phillipsburg y paramos el coche para mirar el mapa. Creo que era domingo. Las tiendas estaban cerradas. Las calles desiertas. Mi amigo, m i bendito amigo, mira alrededor y va y se le ocurre una idea. La idea era robo con escalo de un edificio vecino, la «Chandler Sales Company». A Perry le pareció bien. Entraron en el local desierto y se llevaron varios objetos de la oficina (máquinas de escribir, de calcular). La cosa no hubiera trascendido si unos días después los ladrones no se hubieran pasado una luz roja en la pequeña ciudad de Saint Joseph, Missouri. -Los trastos estaban todavía en el coche y el policía que nos hizo parar preguntó de dónde los habíamos cogido. Hizo una breve comprobación y, como dijeron, nos «devolvieron» a Phillipsburg, Kansas. Donde tienen una cárcel de verdad bonita. Para el que le gusten las cárceles, claro. En veinticuatro horas, Perry y su amigo habían encontrado una ventana abierta, huido por ella, robado un coche y se dirigían en dirección noroeste hacia McCook, Nebraska. -Poco después el señor Smith y yo nos separábamos. No sé qué se ha hecho de él. Los dos figurábamos en la lista de malhechores reclamados por el FBI. Pero, que yo sepa, a él nunca lo pescaron. Una húmeda tarde del siguiente noviembre, un autobús depositaba a Perry en Worcester, pequeña ciudad industrial de Massachussets, de empinadas calles, que tan pronto suben como bajan y que en el mejor de los días parecen inhóspitas y hostiles. -Encontré la casa donde debía de vivir mi amigo. Mi compañero de armas en Corea. Pero los demás inquilinos me dijeron que había marchado hacía seis meses y que no tenían ni idea de dónde estaba viviendo. Una gran desilusión, el fin del mundo y todo eso. Vi una tienda de vinos y licores y entré y me compré un par de litros de vino tinto. Volví a la estación de autobuses y me senté a beberme el vino y a calentarme un poco. Lo estaba pasando muy bien hasta que vino un tipo y me arrestó por vagancia. La policía lo inscribió como «Bob Turner», nombre que adoptó porque el suyo figuraba en las listas del FBI. Se pasó catorce días en la cárcel, le cobraron diez dólares de multa y se fue de Worcester otra húmeda tarde de noviembre. -Me fui a Nueva York y tomé una habitación en un hotel de la Octava Avenida -dijo Perry-. Cerca de la calle cuarenta y dos. Por fin encontré un empleo nocturno. Para hacer de todo un poco en un local de trastos tragaperras. Allí mismo en la Cuarenta y dos, junto a un autoservicio. Que era donde iba a comer cuando comía. En tres meses que viví allí no salí prácticamente nunca de Broadway. Por una razón, porque no tenía la ropa apropiada. Sólo tenía aquellas ropas del Oeste: tejanos y botas. Pero en la Cuarenta y dos a nadie le importa, allí todo cae bien, sea lo que fuera. En toda mi vida junta no he conocido tantos fenómenos humanos como allí. Pasó todo el invierno en aquel horrible barrio de neón, respirando aire con olor a rosetas, a fritura de perros calientes y a naranjada. Pero luego, una espléndida mañana de marzo, al filo de la primavera, «dos del FBI de mierda me despertaron. Me arrestaron en el hotel. ¡Púa! Me mandaron de extradición. Otra vez a Kansas. A Phillipsburg. A la misma bonita prisión». -«Me ataron bien a la cruz: hurto, fuga de la cárcel, robo de coche. Me colgaron de cinco a diez años. En Lansing. Cuando hacía un tiempo que estaba allí, escribí a mi padre. Dándole la noticia. Y escribí a Bárbara, mi hermana. Ahora, con los años son los últimos que 90