considerar. Les hubiese gustado saber más bien cómo conseguir la suma que ya debían. Pues
todo había sucedido como Perry había pronosticado: Dick había vendido el coche y, al cabo
de tres días, el dinero (algo menos de doscientos dólares) se había esfumado. Al cuarto día,
Dick partió en busca de un trabajo honrado y esa noche le anunció a Perry:
-¡Maldita sea! ¿Sabes cuál es la paga? ¿Qué salario dan? ¿A un mecánico especialista ?
Dos dólares al día. ¡México! Ya tengo bastante, rico. Hay que largarse de aquí. Volver a los
Estados Unidos. No, esta vez no voy a escuchar nada. Ni brillantes, ni tesoros enterrados.
Anda, despierta, enano. Los cofres de oro no existen. Ni los barcos hundidos. Y aún si los
hubiera... demonios, ni siquiera sabes nadar.
Y al día siguiente, pidiéndole dinero prestado a la más rica de sus dos novias, la viuda
del banquero, Dick compró dos billetes de autobús de modo que, pasando por San Diego,
conseguirían llegar hasta Barstow, California.
-Desde allí -declaró-, caminaremos.
Perry hubiera podido decidir, por supuesto, quedarse él solo en México dejando que
Dick se marchara a donde diablos quisiera. ¿Por qué no? ¿No había sido siempre un
«solitario», sin ningún «amigo de verdad» (exceptuando el «inteligente» Willie-Jay de ojos y
cabellos grises)? Pero le daba pánico separarse de Dick. Sólo pensarlo y se sentía enfermar
como si tuviera que «saltar de un tren que va a ciento cincuenta por hora». La raíz de su
temor, o eso es lo que él parecía creer, era una nueva y supersticiosa convicción de que «lo
que tuviera que suceder» no sucedería en tanto que él y Dick «permanecieran juntos». Y
luego, además, la severidad de aquel «despierta» de Dick, la agresividad con que Dick había
expuesto su parecer, hasta entonces ocultado, sobre los sueños y esperanzas de Perry. Aquella
perversidad clara y franca, había fascinado a Perry y aunque también le había dolido y
decepcionado consiguió reavivar aquella primitiva confianza suya en Dick, en el duro, en el
«absolutamente masculino», en el activo, el pragmático y el decidido Dick por el que estaba
dispuesto a dejarse dominar. Y así, desde el alba de una fría mañana de primeros de diciembre
en la capital de México, Perry deambulaba por aquella habitación de hotel sin calefacción,
reuniendo y embalando sus pertenencias, para no despertar a las dos siluetas dormidas en una
de las dos camas gemelas de la habitación: Dick y la más joven de sus novias, Inés.
Por una de sus pertenencias ya no tenía que preocuparse. En la última noche pasada en
Acapulco, un ladrón le robó su guitarra Gibson desapareciendo con ella de un café del puerto
donde él, Otto, Dick y el Cow-boy se estaban dando un adiós altamente alcohólico. A Perry le
había amargado mucho perder su guitarra. Se sentía, según dijo posteriormente,
«verdaderamente amargado y deprimido»:
-Cuando se tiene una guitarra tanto tiempo, como yo, a la que has encerado y sacado
brillo, a la que has adaptado tu voz, a la que has tratado como a la chica con la que vas en
serio... bueno, pasa a ser algo sagrado.
Pero si la guitarra robada había dejado así de ser una pertenencia, lo demás no. Como
ahora él y Dick viajarían a pie o en auto-stop, era evidente que no podían llevar consigo más
que alguna camisa y algún par de calcetines. El resto de sus ropas tendría que ser enviado y,
en realidad, Perry había llenado ya una caja de cartón (con, además de varias prendas sucias,
dos pares de botas, uno con suelas que dejaban la huella de unas Cat's Paw y el otro con unas
suelas a rombos) y lo dirigió a su nombre, Lista de Correos, Las Vegas, Nevada. Por no tener
una «dirección fija».
Pero el problema mayor, causa de dolores de cabeza, era qué hacer con sus adorados
recuerdos, las dos cajas de zapatos llenas de libros, mapas, cartas amarillentas, canciones
líricas, poesías y los más insólitos souvenirs (tirantes y cinturón de piel de serpiente de
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