-Anda, vamos -le dijo sonriendo la señora Hartman a Bonnie Jean-. No tienes por qué
estar triste, hijita. Después de todo, pasar de Holcomb a Garden City es mejorar, allí hay más
niños...
-Es que usted no comprende -dijo Bonnie Jean-. Es que mi papá nos lleva lejos. A
Nebraska.
Bess Hartman se quedó mirando a la madre como esperando que negara lo que había
dicho la niña.
-Es cierto, Bess -dijo la señora Ashida.
-No sé qué decir -contestó la señora Hartman en un tono que quería ser indignado,
atónito y desesperado a la vez.
Los Ashida formaban parte de la comunidad de Holcomb y todos los apreciaban porque
eran una familia simpática y alegre aunque no por eso menos trabajadora y llena de
amabilidad y generosidades para con todo el mundo, a pesar de que no tenían muchos medios
con qué serlo.
-Hace mucho tiempo que veníamos hablando sobre eso -añadió la señora Ashida-.
Hideo cree que nos puede ir mejor en otra parte.
-¿Y para cuándo piensan marcharse? -comentó la señora Hartman.
-En cuanto lo hayamos vendido todo. Aunque, de todos modos, no será antes de
Navidades. Porque nos hemos puesto de acuerdo con el dentista para lo del regalo de Navidad
de Hideo. Yo y los niños pensamos regalarle tres dientes de oro para Navidad.
La señora Hartman suspiró:
-No sé qué decir. Sólo que quisiera que no se fueran de aquí. Así, dejándonos -volvió a
suspirar-. Es como si nos fuéramos a quedar sin nadie. De una manera o de otra.
-Pero ¿es que se cree usted que yo quiero marcharme? -exclamó la señora Ashida-. Por
lo que respecta a la gente éste es el mejor lugar en que hemos vivido. Pero Hideo, él es el
hombre y dice que en Nebraska tendremos una granja mejor. Y voy a decirle a usted una cosa,
Bess -la señora Ashida intentó fruncir el ceño, pero su rostro regordete, redondo y liso, no se
lo permitió-: Hemos tenido más de una discusión por ese motivo hasta que una noche fui y
dije: «Muy bien. Tú eres quien manda, vayámonos.» Después de lo que les sucedió a Herb y a
su familia me da la impresión de que aquí todo se ha acabado. Personalmente, hablo. Para mí.
Así que dejé de discutir y le dije: Está bien. -Metió y sacó la mano en la bolsa de rosetas de
Bruce-. Caramba, que no puedo borrármelo de la cabeza. Yo apreciaba mucho a Herb. ¿Sabía
usted que yo fui una de las últimas personas que les vio con vida? ¡Ah, ja! Los niños y yo.
Estuvimos en una reunión del club 4-H en Garden City y al terminar él nos llevó a casa en el
coche. La última cosa que le dije a Herb fue que no podía imaginármelo nunca asustado. Que
cualquiera que fuera la circunstancia en que se viera, creía que siempre sabría salir con éxito.
Pensativa, mordisqueó una roseta, tomó un sorbo de la Coca-Cola de Bobby y añadió:
-Es extraño, pero yo apostaría a que no tuvo miedo. Como quiera que fuese, yo
apostaría que hasta el último momento él no creyó que pudiera estarle ocurriendo de veras.
Porque una cosa así no podía suceder. Y menos a él.
El sol estaba quemando. Una pequeña embarcación estaba anclada en un mar tranquilo.
Era el Estrellita con cuatro personas a bordo: Dick, Perry, un joven mexicano y Otto, un
acaudalado alemán de mediana edad.
-Otra vez, por favor -pidió Otto.
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