La fe en Dios y el ritual que esta fe requería (ir a la iglesia todos los domingos, rezar
antes de las comidas y antes de irse a acostar) constituían una importante parte de la
existencia de Dewey.
-No entiendo cómo nadie puede sentarse a la mesa sin sentir deseos de bendecirla -dijo
una vez la señora Dewey-. A veces, cuando vuelvo a casa después del trabajo, bueno, pues
estoy cansada. Pero siempre hay café sobre el hornillo y a veces carne en el congelador. Los
chicos encienden fuego para hacer la carne, charlamos, nos contamos unos a otros cómo fue
nuestra jornada y cuando la cena está dispuesta, me doy cuenta de que tengo muy buenos
motivos para sentirme feliz y agradecida. Y por eso digo entonces: Gracias, Señor. Y no lo
digo sólo porque debo, sino porque siento necesidad de hacerlo.
-Alvin, contéstame -dijo ahora la señora Dewey-. ¿Crees que alguna vez volveremos a
llevar una vida normal?
Iba a contestar, pero el teléfono le detuvo.
El viejo Chevrolet salió de Kansas City el 21 de noviembre sábado por la noche. El
equipaje iba atado al guardabarros y al techo. El portaequipajes no se podía cerrar de tan
cargado y atestado que iba. En el interior del coche, sobre el asiento posterior, había dos
aparatos de televisión uno encima de otro. Los pasajeros viajaban estrechos: Dick, al volante,
y Perry abrazado a su vieja guitarra Gibson, la más amada de sus posesiones. En cuanto a los
demás bienes de Perry (una maleta de cartón, una radio portátil gris, marca Zenith, un bidón
de cinco litros de extracto de root beer, -temía no encontrar en México su bebida favorita-, y
dos grandes cajas conteniendo libros, manuscritos y recuerdos queridos). ¡Y cómo se había
puesto Dick! Había maldecido las cajas, dándoles de puntapiés, diciendo que sólo eran
«doscientos kilos de asquerosa porquería». Las dos cajas formaban parte también del
desorden del interior del coche.
Hacia la medianoche, cruzaron la frontera de Oklahoma. Perry contento y feliz de haber
salido de Kansas, logró por fin despreocuparse del todo. Ahora era cierto: estaban en camino.
En camino para no volver jamás. Sin remordimientos por lo que a él se refería, ya que no
dejaba nada atrás, nadie que se preguntara con profundo interés qué viento se lo habría
llevado. No podía decirse lo mismo de Dick, porque quedaban todos aquellos que él pretendía
querer: tres hijos, una madre, un padre, un hermano. Personas a quienes no se había atrevido a
confiar sus planes, ni a decir adiós, a pesar de que no esperaba volver a verlos, por lo menos
en esta vida.
«Enlace Clutter-English celebrado el sábado.» Este titular, aparecido en la página de
notas de sociedad del Telegram, de Garden City del 23 de noviembre, sorprendió a muchos
lectores. Al parecer, Beverly, la segunda de las dos hijas del señor Clutter, se había casado
con el señor Vere Edward English, el joven estudiante de biología con el que hacía tiempo
estaba prometida. La señorita Clutter había lucido vestido blanco y la ceremonia se había
celebrado con toda pompa («La señora de Leonard Cowan actuó de solista y la señora de
Howard Blanchard, de organista»), en «la Primera Iglesia Metodista», aquella misma iglesia
donde tres días antes la novia había llorado, como era de rigor, a sus padres, a su hermano y a
su hermana menor. Pero, sin embargo, según el Telegram: «Vere y Beverly tenían planeado
casarse por Navidades. Las participaciones estaban ya impresas y el padre de la novia había
reservado la iglesia. Debido a la inesperada tragedia y dado que la mayoría de parientes se
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