todos aquellos con quienes el señor Clutter había concertado negocios, grandes o pequeños...,
un viaje a paso de tortuga en su pasado. Porque, como Dewey les dijo a sus compañeros:
-Hay que proseguir hasta que conozcamos a los Clutter mejor de lo que ellos mismos
llegaron jamás a conocerse. Hasta que veamos un punto de contacto entre lo que encontramos
aquella mañana de domingo y algo que sucedió quizá cinco años atrás. La conexión. Tiene
que haber una. Tiene que haberla.
La esposa de Dewey dormitaba, pero se despertó otra vez cuando él volvió a levantarse
de la cama. Oyó todavía cómo contestaba de nuevo al teléfono, y de la habitación contigua
donde dormían los niños, le pareció que salían sollozos.
-¿Paul?
Por lo general Paul no se alteraba por nada ni podía decirse que fuera un niño molesto ni
que tuviera nada de llorón. Andaba demasiado ocupado cavando túneles en el patio de la casa
o haciendo prácticas para llegar a ser «el corredor más veloz de Finney County». Pero aquella
mañana, a la hora del desayuno, rompió a llorar. Su madre no tuvo que preguntarle por qué;
sabía muy bien que, aunque el pequeño sólo captaba a medias las razones del movimiento que
había a su alrededor, se sentía amenazado: por aquel teléfono obsesionante, por los
desconocidos que llamaban a la puerta, por los ojos de su padre, cansados y llenos de
preocupación. Ella, entonces, se dirigió a Paul para reconfortarle. Su hermano, tres años
mayor, le ayudó:
-Paul -le dijo-. Tranquilízate, ahora cálmate y mañana te enseñaré a jugar al póquer.
Dewey estaba en la cocina. Marie, que iba en su busca, se lo encontró allí, esperando a
que el café se colara y con las fotografías del escenario del delito desparramadas ante sí, como
manchas macabras en la mesa de la cocina, que estropeaban el efecto de las bonitas frutas
estampadas sobre el hule. (En una ocasión él le había ofrecido enseñarle las fotos y ella había
rehusado diciendo: «Quiero recordar a Bonnie tal como era..., a todos ellos.») Dewey
propuso:
-Quizá sería mejor que los niños estuvieran con mi madre.
Su madre, viuda, no vivía muy lejos, en una casa que a ella le parecía demasiado grande
y silenciosa; los nietos eran siempre bien venidos.
-Por unos pocos días. Hasta..., bueno..., hasta...
-Alvin, ¿crees que alguna vez volveremos a llevar una vida normal? -preguntó la señora
Dewey.
Su vida normal era ésta: los dos trabajaban, la señora Dewey como secretaria en una
oficina, y se repartían los quehaceres domésticos, turnándose en la cocina y en las limpiezas.
(«Cuando Alvin era sheriff, me consta que algunos se burlaban de él y decían: "¡Mira, mira!
¡Ahí va el sheriff Dewey! ¡Todo un machote! Lleva una seis balas automática. ¡Pero en
cuanto llega a casa, deja el arma y se pone el delantal!"») Por entonces, estaban ahorrando
para construir una casa en un terreno de cerca de diez hectáreas que Dewey había comprado
en 1951, varios kilómetros al norte de Garden City. Si hacía buen tiempo y especialmente
cuando los días eran cálidos y el trigo estaba crecido y amarillo, le gustaba llegarse hasta allí
en el coche y probar puntería (disparar a los cuervos, a latas de conserva) o vagar con la
imaginación por la casa que soñaba tener, por el jardín que soñaba cultivar y bajo los árboles
que aún no había plantado. Tenía la seguridad de que algún día, en aquella llanura sin sombra
alguna, se alzaría su propio oasis de robles y olmos.
-Algún día, si Dios quiere.
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