A SANGRE FRIA | Page 69

todos aquellos con quienes el señor Clutter había concertado negocios, grandes o pequeños..., un viaje a paso de tortuga en su pasado. Porque, como Dewey les dijo a sus compañeros: -Hay que proseguir hasta que conozcamos a los Clutter mejor de lo que ellos mismos llegaron jamás a conocerse. Hasta que veamos un punto de contacto entre lo que encontramos aquella mañana de domingo y algo que sucedió quizá cinco años atrás. La conexión. Tiene que haber una. Tiene que haberla. La esposa de Dewey dormitaba, pero se despertó otra vez cuando él volvió a levantarse de la cama. Oyó todavía cómo contestaba de nuevo al teléfono, y de la habitación contigua donde dormían los niños, le pareció que salían sollozos. -¿Paul? Por lo general Paul no se alteraba por nada ni podía decirse que fuera un niño molesto ni que tuviera nada de llorón. Andaba demasiado ocupado cavando túneles en el patio de la casa o haciendo prácticas para llegar a ser «el corredor más veloz de Finney County». Pero aquella mañana, a la hora del desayuno, rompió a llorar. Su madre no tuvo que preguntarle por qué; sabía muy bien que, aunque el pequeño sólo captaba a medias las razones del movimiento que había a su alrededor, se sentía amenazado: por aquel teléfono obsesionante, por los desconocidos que llamaban a la puerta, por los ojos de su padre, cansados y llenos de preocupación. Ella, entonces, se dirigió a Paul para reconfortarle. Su hermano, tres años mayor, le ayudó: -Paul -le dijo-. Tranquilízate, ahora cálmate y mañana te enseñaré a jugar al póquer. Dewey estaba en la cocina. Marie, que iba en su busca, se lo encontró allí, esperando a que el café se colara y con las fotografías del escenario del delito desparramadas ante sí, como manchas macabras en la mesa de la cocina, que estropeaban el efecto de las bonitas frutas estampadas sobre el hule. (En una ocasión él le había ofrecido enseñarle las fotos y ella había rehusado diciendo: «Quiero recordar a Bonnie tal como era..., a todos ellos.») Dewey propuso: -Quizá sería mejor que los niños estuvieran con mi madre. Su madre, viuda, no vivía muy lejos, en una casa que a ella le parecía demasiado grande y silenciosa; los nietos eran siempre bien venidos. -Por unos pocos días. Hasta..., bueno..., hasta... -Alvin, ¿crees que alguna vez volveremos a llevar una vida normal? -preguntó la señora Dewey. Su vida normal era ésta: los dos trabajaban, la señora Dewey como secretaria en una oficina, y se repartían los quehaceres domésticos, turnándose en la cocina y en las limpiezas. («Cuando Alvin era sheriff, me consta que algunos se burlaban de él y decían: "¡Mira, mira! ¡Ahí va el sheriff Dewey! ¡Todo un machote! Lleva una seis balas automática. ¡Pero en cuanto llega a casa, deja el arma y se pone el delantal!"») Por entonces, estaban ahorrando para construir una casa en un terreno de cerca de diez hectáreas que Dewey había comprado en 1951, varios kilómetros al norte de Garden City. Si hacía buen tiempo y especialmente cuando los días eran cálidos y el trigo estaba crecido y amarillo, le gustaba llegarse hasta allí en el coche y probar puntería (disparar a los cuervos, a latas de conserva) o vagar con la imaginación por la casa que soñaba tener, por el jardín que soñaba cultivar y bajo los árboles que aún no había plantado. Tenía la seguridad de que algún día, en aquella llanura sin sombra alguna, se alzaría su propio oasis de robles y olmos. -Algún día, si Dios quiere. 69