Se pararon en un bar. Dick bebió tres Orange Blossom. Después del tercero preguntó
bruscamente:
-¿Y mi padre qué? Pienso que, ¡Jesús!, es un hombre tan bueno. Y mi madre..., bueno,
ya la viste. ¿Y ellos qué? Yo estaré lejos en México. O donde sea. Pero ellos estarán aquí
cuando los cheques empiecen a rebotar. Ya sé cómo es mi padre. Querrá pagarlos. Como
intentó hacerlo ya otras veces. Pero no podrá, está viejo y enfermo y no tiene nada.
-Te comprendo en eso -dijo Perry sinceramente. Sin ser bondadoso, era un sentimental y
el afecto que tenía Dick por sus padres, su declarada solicitud para con ellos, era algo que le
conmovía de veras-. Pero, puñeta, Dick. Es muy sencillo -siguió diciendo Perry-. Nosotros
pagaremos los cheques. En cuanto estemos en México, en cuanto hayamos empezado con lo
nuestro, haremos dinero. Mucho dinero.
-¿Cómo?
¿Cómo? ¿Qué querría decir Dick? Aquella pregunta dejó aturdido a Perry. Habían
estado los dos discutiendo tantas y tan variadas aventuras: la búsqueda de oro, inmersiones
para rescatar tesoros hundidos en el mar... Y ésos no eran más que dos de los proyectos que
Perry había propuesto con más entusiasmo. Había otros más. El del barco, por ejemplo.
Habían hablado a menudo de un barco de pesca de altura que comprarían, tripularían ellos
mismos y alquilarían a los turistas, ello, desde luego, a pesar de que ninguno de los dos
hubiera jamás guiado una canoa ni pescado un albur. Se podía hacer fácilmente dinero,
también, pasando coches robados por las fronteras sudamericanas. («Te pagan quinientos
dólares por viaje», al menos recordaba Perry haber leído en alguna parte.) Pero entre las
muchas respuestas que pudo haberle dado, escogió recordar a Dick la fortuna que les estaba
aguardando en las Islas de los Cocos, una manchita de tierra que emergía cerca de Costa Rica.
--No bromeo, Dick -le contestó Perry-. De veras que existe. Tengo un mapa. Conozco
toda la historia. Lo enterraron allí en mil ochocientos veintiuno: lingotes de oro peruano,
joyas. Sesenta millones de dólares, eso es lo que dicen que vale. Aun si no lo encontramos
todo, si solo encontramos algo de eso... ¿Me escuchas, Dick?
Siempre hasta entonces Dick le había alentado, siempre había prestado atención a sus
relatos de mapas, sus historias sobre tesoros, pero ahora (nunca le había pasado por la cabeza
hasta ahora) empezaba a preguntarse si Dick no había estado fingiendo, simplemente,
tomándole el pelo.
Aquel pensamiento, de lo más doloroso, se desvaneció porque Dick, con un guiño y un
codazo jocoso le contestó:
-Seguro, hombre. Te escucho desde el comienzo, sin perderme nada.
Eran las tres de la madrugada y el teléfono volvió a sonar. No es que la hora importara
demasiado ya que de todos modos, Al Dewey estaba despierto y también Marie y los niños,
Paul de nueve años y Alvin Adams Dewey, hijo, de doce. Porque ¿quién podría dormir en una
casa (una modesta casita de una planta) si el teléfono estaba sonando cada pocos minutos
durante toda la noche? Mientras se levantaba de la cama, Al Dewey le prometió a su esposa:
-Esta vez lo dejaré descolgado.
Pero era una promesa que no podía mantener. Desde luego, muchas de las llamadas las
hacían periodistas cazadores de noticias, o bromistas o teorizantes: «¿Al? Oiga, yo lo veo así.
Se trata de suicidio y asesinato. Se da el caso que yo sé que Herb andaba financieramente
quebrado. Su situación era ciertamente apurada. ¿Y qué es lo que hace? Suscribe esa fabulosa
póliza de seguro, les pega un tiro a Bonnie y a los niños y luego se mata él mismo con una
bomba. Una granada llena de perdigones.» O personas anónimas con veneno en la lengua:
«¿Conoce a los L? ¿Que son extranjeros? ¿Que no trabajan? ¿Y dan fiestas? ¿Y cócteles? ¿De
dónde sacan el dinero? No me extrañaría nada que fueran ellos la clave del asunto Clutter.» O
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