hombres que destrozan el corazón a quien se les acerca
y vagan por el mundo a su antojo...
Recorren los campos y remontan los ríos
escalan las cimas más altas de las montañas;
Llevan en sí la maldición de la sangre gitana
y no saben cómo descansar.
Si siguieran siempre en el mismo camino
llegarían muy lejos;
son fuertes, valientes y sinceros.
Pero siempre se cansan de las cosas que ya están,
y quieren lo extraño, lo nuevo, siempre.
No había vuelto a verla ni había sabido nada más de ella, pero algunos años más tarde
se hizo tatuar su nombre en el brazo y una vez en que Dick le preguntó quien era «Cookie»
contestó:
-No es nadie. Una chica con la que estuve a punto de casarme.
(El hecho de que Dick hubiera estado casado-casado dos veces y que tuviera tres hijos,
era algo que le envidiaba. Una mujer, hijos representaban experiencias que «un hombre debía
tener» aun si, como en el caso de Dick, «ni le hacían feliz ni le servían de nada».)
Los anillos fueron empeñados por ciento cincuenta dólares. Visitaron otra joyería,
Goldman's y salieron de ella con un reloj de pulsera de hombre, de oro. La parada siguiente,
fue en una casa de artículos fotográficos Elko y «compraron» una sofisticada cámara
filmadora.
-Las cámaras son la mejor inversión -le informó Dick a Perry-. Los objetos más fáciles
de empeñar o vender. Las cámaras y los aparatos de televisión.
Así que decidieron conseguir varios de estos últimos y una vez cumplida la tarea, se
dedicaron a asaltar algún que otro almacén de prendas de vestir: Sheperd and Foster's,
Rothschild's, Shopper's Paradise. Al anochecer, cuando las tiendas cerraban, tenían los
bolsillos repletos de dinero en efectivo y el coche cargado de mercancía vendible o
empeñable. Contemplando toda aquella cosecha de camisas y encendedores, caros aparatos y
gemelos, Perry se sentía agrandado: ahora México, una nueva oportunidad, una vida «que
realmente valiera la pena». Pero Dick parecía deprimido. Se desentendió de los elogios que le
prodigaba Perry: «Te lo digo en serio, Dick. Has estado asombroso. La mitad de las veces
hasta yo me lo creía.» Perry estaba desorientado, le resultaba incomprensible que Dick,
siempre tan pagado de sí mismo, teniendo ahora motivos para vanagloriarse, pareciera
turbado, desalentado y triste. Perry le dijo:
-Te invito a una copa.
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