El padre de Andrews era un próspero granjero. No tenía mucho dinero en el banco, pero
poseía tierras por valor de doscientos mil dólares. El ansia de heredar aquella propiedad fue
evidentemente el motivo que impulsó a Lowell a maquinar la destrucción de su familia.
Porque el secreto Lowell Lee, que se escondía tras el tímido estudiante de biología que
frecuentaba la iglesia, era que se creía un maestro del crimen con un corazón de hielo: soñaba
con llevar camisa de seda como los gángsters y conducir llamativos coches deportivos, ser
algo más que un simple estudiantillo con gafas, demasiado gordo y virginal y si bien no tenía
nada contra ninguno de los miembros de su familia, por lo menos conscientemente,
asesinarlos le parecía el modo más expeditivo, más sensato de llevar a cabo las fantasías que
lo poseían. Como arma, se había decidido por el arsénico. Después de haber envenenado a las
víctimas, pensaba acostarlas en sus camas y prender fuego a la casa con la esperanza de que la
policía creyera que las muertes habían ocurrido por accidente. Sin embargo, un detalle le
preocupaba: ¿y si la autopsia revelaba la pres