A SANGRE FRIA | Page 197

Creepy» Karpis, Charles «Pretty Boy» Floyd, Clyde Barrow y su amante asesina Bonnie Parker), los legisladores del estado votaron para que fuese restaurada. Sin embargo, hasta 1944 ningún verdugo tuvo ocasión de ejercer su oficio. En los diez años siguientes sólo tuvo nueve ocasiones más. Pero por un espacio de seis años, es decir, desde 1954, no hubo verdugo que cobrase un céntimo en Kansas (aparte de que ejerciera sus funciones en el cuartel disciplinario del ejército y la aviación, que cuenta también con una horca). El recientemente fallecido George Docking, gobernador de Kansas desde 1957 hasta 1960, fue el responsable de esta interrupción pues se mostró sin reservas contrario a la pena capital. («Es que no me gusta, sencillamente, matar a la gente.») Entonces, en abril de 1960, había en las prisiones de Estados Unidos ciento noventa personas en espera de ser ajusticiadas; cinco de ellas, incluidos los asesinos de los Clutter, se contaban entre los reclusos de Lansing. De tarde en tarde, los visitantes importantes de la prisión son invitados a eso que los altos funcionarios llaman «echar un vistazo a la Hilera de la Muerte». Los que aceptan, son acompañados por un guardián, que, mientras guía al turista a lo largo del corredor que una reja de hierro separa de las celdas de la muerte, va presentando a los condenados en lo que debe de considerar un cómico formulismo. -Y éste -le decía a un visitante en 1960- es el señor Perry Edward Smith. En la celda siguiente vemos al compañero del señor Smith, el señor Richard Eugene Hickock. Y más allá tenemos al señor Earl Wilson. A continuación del señor Wilson, vemos al señor Bobby Joe Spencer. Y en cuanto a este último caballero, seguro estoy de que reconoce al famoso señor Lowell Lee Andrews. Earl Wilson, un fornido negro que cantaba himnos, había sido condenado a muerte por haber raptado, violado y torturado a una joven mujer blanca que, aunque había salvado su vida, quedó severamente incapacitada. Bobby Joe Spencer, de raza blanca, joven afeminado, se había confesado autor del asesinato de una anciana de Kansas City, propietaria de la pensión donde él vivía. Antes de dejar su cargo en enero de 1961, el gobernador Docking, que no había sido reelegido (en buena parte por su actitud hacia la pena capital) conmutó las sentencias de ambos hombres por cadena perpetua, lo que significaba que podían pedir la libertad bajo palabra al cabo de siete años. Pero Bobby Joe Spencer, pronto volvió a matar: apuñaló a otro joven convicto, su rival en los favores de un recluso de más edad (como dijo un guardián de la penitenciaría: «Dos trastos pegándose por otro más trasto.») Tal aventura le costó a Spencer una segunda condena a cadena perpetua. Pero el público no sabía demasiado quiénes eran Wilson ni Spencer en comparación con Smith y Hickock o con el quinto hombre de la Hilera, Lowell Lee Andrews, porque la prensa los había pasado más bien por alto. Dos años atrás Lowell Lee Andrews, muchacho de dieciocho años, muy corpulento y corto de vista, con gafas de gruesa montura y que pesaba casi ciento cincuenta kilos, cursaba el segundo año en la Universidad de Kansas como estudiante de biología, colmado de premios y honores. A pesar de que era una criatura solitaria, encerrada en sí misma y difícilmente comunicativa, los que lo conocían, tanto en su ciudad natal Wolcott, Kansas, como en la Universidad lo consideraban un muchacho extraordinariamente gentil y de «naturaleza amable», (posteriormente, un artículo sobre él aparecido en un diario de Kansas llevaba el título: «El chico más encantador de Wolcott»). Pero dentro del callado y joven erudito existía una doble personalidad insospechada, de motividad atrofiada, una mente anormal y retorcida por la que discurrían los pensamientos más fríos y crueles. Su familia compuesta de sus padres y una hermana un poco mayor, Jennie Marie, se hubieran quedado pasmados si hubieran conocido los sueños que con los ojos bien abiertos nutría Lowell durante el verano y otoño de 1958: el hijo inteligente, el adorado hermano, planeaba envenenarlos a todos. 197