rejilla de los radiadores de los coches. A partir de entonces le resultó doloroso contemplar sus
maniobras.
-Porque he pasado la vida haciendo lo que ellos hacen. El equivalente.
Había un hombre al que Perry observaba con particular interés, un caballero robusto,
erguido, con el pelo que parecía un casquete plata y gris; la cara llena, de mandíbula firme,
tenía en reposo una expresión algo malhumorada, con las comisuras de la boca hacia abajo,
los ojos bajos como sumidos en tétricos ensueños, la viva imagen, en fin, de la severidad
inexorable. Y sin embargo, aquélla era una impresión en parte inexacta porque de vez en
cuando el prisionero lo veía detenerse a hablar con otros hombres, bromear y reír con ellos, y
entonces parecía despreocupado, jovial y generoso: «La clase de persona que ve el lado
humano de las cosas...» Condición importante porque el hombre era Roland H. Tate, juez del
distrito 32, el jurista que iba a presidir el tribunal del estado de Kansas en el juicio contra
Smith y Hickock. Tate, como pronto supo Perry, era un nombre antiguo y temido en Kansas
occidental. El juez era rico, criaba caballos, poseía muchas tierras y se decía que su mujer era
muy hermosa. Había tenido dos hijos pero el menor había muerto, tragedia que afectó mucho
a sus padres y les llevó a adoptar un niño comparecido ante el tribunal como abandonado y
sin familia.
-Se me antoja que tiene corazón blando -le dijo Perry a la señora Meier una vez- Puede
que nos dé una oportunidad.
Pero no era eso lo que Perry de veras creía; creía lo que le había escrito a Don Cullivan
con quien mantenía una correspondencia regular: su crimen era «imperdonable» y estaba
plenamente convencido de que «subiría aquellos trece escalones». Sin embargo, no estaba
totalmente privado de esperanzas porque también él proyectaba fugarse. Todo dependía de un
par de chicos jóvenes que había advertido que le observaban. Uno era pelirrojo, el otro
moreno. A veces, cuando se paraban en la plaza bajo el árbol que tocaba la ventana de su
celda, le sonreían, le hacían señas o por lo menos eso imaginaba. Nunca le habían dicho nada
y siempre, después de un minuto, se alejaban. Pero el preso se había convencido de que los
jóvenes, posiblemente impulsados por el deseo de aventuras, querían ayudarle a escapar. Por
consiguiente trazó un mapa de la plaza indicando los puntos en que el «coche de la fuga»
debía estar estacionado. Al pie del mapa escribió: «Necesito una hoja de sierra n.° 5. Nada
más. Pero ¿sabéis a qué os exponéis si os cogen? (Moved la cabeza si es así.) Puede significar
mucho tiempo en la cárcel. O que os maten. Y todo por una persona que no conocéis.
¡MEJOR QUE LO PENSÉIS BIEN! ¡En serio! Además, ¿cómo sé que puedo confiar en
vosotros? ¿Cómo sé que no es un truco para sacarme de aquí y matarme? ¿Y Hickock qué?
Todo plan ha de incluirle a él también. »
Perry guardó el documento en su mesa, plegado y pronto para arrojarlo por la ventana la
próxima vez que aparecieran los jóvenes. Pero no volvieron a aparecer: