A SANGRE FRIA | Page 162

cama con el estómago vacío; me parecía que ya se sentirían bastante mal. Pero cuando le llevé la cena a Smith en una bandeja, me dijo que no tenía hambre. Estaba mirando por la ventana de la celda de mujeres. De espaldas a mí. Esa ventana tiene la misma vista que la ventana de mi cocina: árboles, la plaza y los techos de las casas. Le dije: "Pruebe la sopa por lo menos, es de verdura, no de lata. La he hecho yo. El pastel también." Al cabo de una hora, volví a buscar la bandeja y no había probado bocado. Seguía en la ventana. Como si no se hubiera movido. Nevaba y recuerdo que le dije que era la primera nevada del año y que hasta entonces habíamos tenido un largo y maravilloso otoño. Y ahora había llegado la nieve. Le pregunté luego si había algún plato que le gustase en especial; si me lo decía, se lo haría al día siguiente. -Se dio la vuelta y me miró. Receloso, como si estuviera burlándome de él. Después dijo algo de una película... ¡hablaba tan bajo! Como en un susurro. Quería saber si yo había visto una película. No me acuerdo cómo se llamaba y de todos modos no la había visto: no me gusta mucho el cine. Dijo que la película pasaba en tiempos de la Biblia y que había una escena en que tiraban a un hombre por un balcón y caía sobre una multitud de hombres y mujeres que lo hacían pedazos. Y dijo que había pensado en eso cuando vio la gente en la plaza. En el hombre destrozado. Y la idea de que quizá fuera aquello lo que iban a hacerle. Me dijo que le había entrado tanto pánico, que todavía le dolía el estómago. Por eso no podía comer. Claro está que se equivocaba y yo se lo dije. Que nadie iba a hacerle daño, por mucho que llevara en la conciencia; las gentes de por acá, no son así. -Hablamos un poco. Era muy tímido pero al cabo de un rato dijo: "Lo que me gusta mucho es el arroz a la española." Así que le prometí que lo haría y sonrió un poco y yo me dije que, bueno, no era lo peor que yo había visto. Aquella noche, después de acostarme, se lo dije también a mi marido. Pero Wendle soltó un bufido. Wendle fue uno de los primeros que entró en la casa cuando descubrieron el crimen. Dijo que le hubiese gustado que yo hubiera estado allí, en casa de los Clutter cuando encontraron los cuerpos. Entonces hubiera podido juzgar por mí misma lo amable que era el señor Smith. El y su amigo Hickock. Dijo que eran capaces de sacarme el corazón sin parpadear. No se podía negar, no, habiendo cuatro muertos. Y me quedé despierta pensando si a ellos dos les resultaría molesta... la idea de aquellas cuatro tumbas. Pasó un mes y otro con nevadas casi a diario. La nieve blanqueó el paisaje color trigo, se acumuló en las calles de la ciudad, las silenció. Las ramas más altas de un olmo cargado de nieve rozaban la ventana de la celda de mujeres. En el árbol vivían ardillas y después de haberse pasado semanas tentándolas con los restos de su desayuno, Perry logró atraer a una ellas que pasó de la rama al alféizar de la ventana y de allí al otro lado de los barrotes. Era una ardilla macho de pelaje rojizo. Le puso por nombre Red 1 y Red pronto se instaló en la celda, satisfecho al parecer de compartir la cautividad de su amigo. Perry le enseñó varios trucos: a jugar con una pelota de papel, a pedir, a treparse en su hombro. Todo eso le ayudaba a pasar el tiempo, pero al preso le quedaban aún muchas horas libres. No le permitían leer periódicos, y las revistas que la señora Meier le prestaba lo aburrían: números atrasados de Good housekeeping y de McCall. Pero encontró cosas que hacer: limarse las uñas con un pedacito de papel de lija, pulirlas hasta darle un brillo rosa y sedoso, peinarse y volver a peinarse el pelo perfumado y empapado en loción, 1 Rojo. (N. del T.) 162