cama con el estómago vacío; me parecía que ya se sentirían bastante mal. Pero cuando le llevé
la cena a Smith en una bandeja, me dijo que no tenía hambre. Estaba mirando por la ventana
de la celda de mujeres. De espaldas a mí. Esa ventana tiene la misma vista que la ventana de
mi cocina: árboles, la plaza y los techos de las casas. Le dije: "Pruebe la sopa por lo menos, es
de verdura, no de lata. La he hecho yo. El pastel también." Al cabo de una hora, volví a
buscar la bandeja y no había probado bocado. Seguía en la ventana. Como si no se hubiera
movido. Nevaba y recuerdo que le dije que era la primera nevada del año y que hasta entonces
habíamos tenido un largo y maravilloso otoño. Y ahora había llegado la nieve. Le pregunté
luego si había algún plato que le gustase en especial; si me lo decía, se lo haría al día
siguiente.
-Se dio la vuelta y me miró. Receloso, como si estuviera burlándome de él. Después
dijo algo de una película... ¡hablaba tan bajo! Como en un susurro. Quería saber si yo había
visto una película. No me acuerdo cómo se llamaba y de todos modos no la había visto: no me
gusta mucho el cine. Dijo que la película pasaba en tiempos de la Biblia y que había una
escena en que tiraban a un hombre por un balcón y caía sobre una multitud de hombres y
mujeres que lo hacían pedazos. Y dijo que había pensado en eso cuando vio la gente en la
plaza. En el hombre destrozado. Y la idea de que quizá fuera aquello lo que iban a hacerle.
Me dijo que le había entrado tanto pánico, que todavía le dolía el estómago. Por eso no podía
comer. Claro está que se equivocaba y yo se lo dije. Que nadie iba a hacerle daño, por mucho
que llevara en la conciencia; las gentes de por acá, no son así.
-Hablamos un poco. Era muy tímido pero al cabo de un rato dijo: "Lo que me gusta
mucho es el arroz a la española." Así que le prometí que lo haría y sonrió un poco y yo me
dije que, bueno, no era lo peor que yo había visto. Aquella noche, después de acostarme, se lo
dije también a mi marido. Pero Wendle soltó un bufido. Wendle fue uno de los primeros que
entró en la casa cuando descubrieron el crimen. Dijo que le hubiese gustado que yo hubiera
estado allí, en casa de los Clutter cuando encontraron los cuerpos. Entonces hubiera podido
juzgar por mí misma lo amable que era el señor Smith. El y su amigo Hickock. Dijo que eran
capaces de sacarme el corazón sin parpadear. No se podía negar, no, habiendo cuatro muertos.
Y me quedé despierta pensando si a ellos dos les resultaría molesta... la idea de aquellas
cuatro tumbas.
Pasó un mes y otro con nevadas casi a diario. La nieve blanqueó el paisaje color trigo,
se acumuló en las calles de la ciudad, las silenció.
Las ramas más altas de un olmo cargado de nieve rozaban la ventana de la celda de
mujeres. En el árbol vivían ardillas y después de haberse pasado semanas tentándolas con los
restos de su desayuno, Perry logró atraer a una ellas que pasó de la rama al alféizar de la
ventana y de allí al otro lado de los barrotes. Era una ardilla macho de pelaje rojizo. Le puso
por nombre Red 1 y Red pronto se instaló en la celda, satisfecho al parecer de compartir la
cautividad de su amigo. Perry le enseñó varios trucos: a jugar con una pelota de papel, a pedir,
a treparse en su hombro. Todo eso le ayudaba a pasar el tiempo, pero al preso le quedaban aún
muchas horas libres. No le permitían leer periódicos, y las revistas que la señora Meier le
prestaba lo aburrían: números atrasados de Good housekeeping y de McCall. Pero encontró
cosas que hacer: limarse las uñas con un pedacito de papel de lija, pulirlas hasta darle un
brillo rosa y sedoso, peinarse y volver a peinarse el pelo perfumado y empapado en loción,
1
Rojo. (N. del T.)
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