A SANGRE FRIA | Page 12

-Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca? Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en un jovencito romántico. Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro, siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su madre era evidente, la de su padre -un irlandés pecoso y de pelo color jengibre- lo era menos, como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta. Pero los labios rosados y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación, y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto: En abril, bandadas de papagayos vuelan en lo alto, rojos y verdes, verdes y anaranjados. Los veo volar, los oigo en lo alto, papagayos que cantan y traen la primavera en abril... (Dick, cuando oyó por primera vez la canción, había comentado: «Los papagayos no cantan. Parlotean, quizá. Graznan. Pero cantar, ni en broma.» Claro, Dick se lo tomaba todo al pie de la letra, todo. No entendía de música ni de poesía y, sin embargo, lo que Dick tenía de prosaico, su modo positivista de enfocar las cosas, era lo que más atraía a Perry, pues eso hacía que Dick, comparado con él mismo, pareciera tan auténticamente duro, invulnerable, «totalmente masculino».) Pero por muy satisfactorio que le resultara el ensueño de Las Vegas, otra de sus visiones lo empequeñecía. Desde la infancia y durante más de la mitad de los treinta y un años que tenía, había ido pidiendo folletos por correspondencia ( « Fortunas en el fondo del mar. Entrénese en su propia casa en sus ratos libres. Hágase rico pronto practicando la inmersión con equipo y a pulmón libre. Folletos gratis... » ), contestando anuncios («Tesoro hundido. Cincuenta mapas auténticos. Oferta increíble...») que alimentaban el deseo ardiente de correr de veras la aventura que su imaginación le permitía experimentar una y otra vez: el sueño de sumergirse hasta lo más profundo en aguas desconocidas, de zambullirse en la verde oscuridad marina, deslizándose más allá de los escamosos centinelas de ojos salvajes, hasta llegar al casco de un buque que se perfilaba ante él, un galeón español naufragado, con una carga de perlas y diamantes y montañas de cofres de oro. El bocinazo de un coche. Dick, por fin. 12