-Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras
contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca?
Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión
diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a
controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una
inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en
un jovencito romántico. Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había
heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro,
siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas
patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su
madre era evidente, la de su padre -un irlandés pecoso y de pelo color jengibre- lo era menos,
como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta. Pero los labios rosados
y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante
egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a
dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía
ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría
mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su
ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación,
y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión
de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto:
En abril, bandadas de papagayos
vuelan en lo alto, rojos y verdes,
verdes y anaranjados.
Los veo volar, los oigo en lo alto,
papagayos que cantan
y traen la primavera en abril...
(Dick, cuando oyó por primera vez la canción, había comentado: «Los papagayos no
cantan. Parlotean, quizá. Graznan. Pero cantar, ni en broma.» Claro, Dick se lo tomaba todo al
pie de la letra, todo. No entendía de música ni de poesía y, sin embargo, lo que Dick tenía de
prosaico, su modo positivista de enfocar las cosas, era lo que más atraía a Perry, pues eso
hacía que Dick, comparado con él mismo, pareciera tan auténticamente duro, invulnerable,
«totalmente masculino».)
Pero por muy satisfactorio que le resultara el ensueño de Las Vegas, otra de sus visiones
lo empequeñecía. Desde la infancia y durante más de la mitad de los treinta y un años que
tenía, había ido pidiendo folletos por correspondencia ( « Fortunas en el fondo del mar.
Entrénese en su propia casa en sus ratos libres. Hágase rico pronto practicando la inmersión
con equipo y a pulmón libre. Folletos gratis... » ), contestando anuncios («Tesoro hundido.
Cincuenta mapas auténticos. Oferta increíble...») que alimentaban el deseo ardiente de correr
de veras la aventura que su imaginación le permitía experimentar una y otra vez: el sueño de
sumergirse hasta lo más profundo en aguas desconocidas, de zambullirse en la verde
oscuridad marina, deslizándose más allá de los escamosos centinelas de ojos salvajes, hasta
llegar al casco de un buque que se perfilaba ante él, un galeón español naufragado, con una
carga de perlas y diamantes y montañas de cofres de oro.
El bocinazo de un coche. Dick, por fin.
12