3er Reencuentro Generacional FCC REVISTA DE REENCUENTRO | Page 9

La tercera ciudad “Con gran gusto y cariño comparto con ustedes el lanzamiento internacional de La ter- cera ciudad en libro electrónico -ebook- con disponibilidad en 190 países, para compu- tadora, lector de libros electrónicos, tablets, con sistema IOS, Android, Windows. Mu- chas gracias por sus atenciones y gran apoyo. ¡Un gran abrazo y saludos cordiales!” así ce el mensaje publicado por José David Ibarra Torres, autor del libro y orgullosamente egresado de la FCC Generación 89, en su página de FB. di- A continuación podrán disfrutar de un fragmento de dicho libro... Sin aire José David Ibarra Torres ― Bueno, la última por hoy…― asintió. Aún saboreaba el último trago del jugo de naranja que bebió antes de quedarse dormida. Quiso levantarse y se golpeó en la frente. La sangre le escurrió por el cráneo y parte de la cara cuando giró la cabeza. Estaba oscuro. No veía ni escuchaba na- da. Comenzó a palpar, olió, y sintió la textura de la madera cruda. Se astilló las palmas de las manos al que- rer empujar. Empezó a gritar: “¡Ayúdenme!”. Como pudo se dio la vuelta para ver si podía salir por el otro lado. Tampoco. Imposible. Estaba aprisionada. En un arranque de desesperación quiso romper las tablas con las uñas, pero lo que con- siguió fue que se le desprendieran a pedazos y que las puntas de los dedos le quedaran en car- ne viva, sangrantes. El aire encerrado estaba caliente. Estaba sudando. Olía a madera, y a hu- medad. Se dio cuenta de que estaba en un ataúd y sintió un violento escalofrío en la espal- da. Comenzó a rezar. Buscó entre sus ropas o en los zapatos algo que le sirviera para trozar una tabla. Pero nada sólido, todo lo que traía era de tela. No hicieron caso cuando les dijo que su mayor miedo era morir ahogada, o enterrada viva, y que cuando creyeran que se había muer- to y la sepultaran, pusieran una campana con un lazo desde donde pudiera jalar para avisarles y que la sacaran. Ya le había pasado antes pero siempre despertaba con una sábana sobre la cara. Cuan- do era niña sufría de crisis de epilepsia, en las que convulsionaba y luego se paralizaba por va- rios minutos y tenían qué ponerle una cuchara en la boca para que no se mordiera la lengua y no se hiciera daño ella misma. Era un padeci- miento hereditario, le habían dicho. La medicina no había avanzado tanto en el mundo como para curar o controlar la enfermedad. Por eso tenía qué guardar la calma y no sobresaltarse porque cualquier emoción fuerte podía desencadenar la crisis. Empujó de nuevo con los pies y con las manos, tratando de abrir, de forzar los clavos. ¿Cuánto tiempo había pasado? No tenía idea, ni siquiera noción de la ho- ra, día o noche. No sabía cuánto tiempo había pasado. Le dolía el estómago Sin comida. Ni tan sólo el consuelo de un pan. Tenía mucha hambre. Sin agua