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Ana Hernández
De mi padre nos dijeron, “prepárense para lo peor”. Después le dió un derrame y nos volvieron a repetir la sentencia. Actualmente, mi papá sigue trabajando en lo que le gusta y no se sienta ni un momento, es sumamente productivo. Así que los diagnósticos le vienen flojos.
De mi hermano nos dijeron que nos conformáramos con su leve retraso mental y que jamás pasaría de tercer año de primaria, porque no daba para más. Actualmente trabaja muy duro, ahorra su dinero y ya terminó la secundaria abierta. Él no se conformó, que es lo importante.
Para superar cualquier diagnóstico, hay varias armas con las cuales se debe ir al frente, una, por supuesto, es la voluntad, otra es positivismo, y la más importante: amor… Empezando por el amor a uno mismo.
Planes van, planes vienen, planes se pierden, planes se cumplen. Diagnósticos infames que sentencian y diagnósticos que matan… De cualquier manera siempre los resultados dependen de nosotros mismos, pues aún aquello que atribuimos a lo divino es causado por nosotros. Todo empieza en nuestra mente y en nuestro corazón. Los resultados son la consecuencia de aquello que pensamos, sentimos y hacemos.
Y lo que tememos, tarde o temprano sucederá, y lo que anhelamos, si enfocamos nuestro esfuerzo y trabajo, tarde o temprano sucederá, porque la vida no se detiene y sin embargo nadie la tiene comprada. Porque el tiempo pasa y, sin embargo, da oportunidades. Si es para reinventarse, el tiempo deja de ser un enemigo. Sólo para el que permanece inmóvil será una carga.
Desde luego que nadie planea nunca quedarse en la calle, o desempleado o enfermar, pero son cosas que suceden. Así es la vida. Cuando alguna de estas cosas suceden se desdibujan los planes y aparecen los diagnósticos. Yo tenía planeado trabajar sin descanso y ahorrar el dinero suficiente para hacer lo que todo el mundo anhela, lo necesario para vivir dignamente y, porqué no decirlo, para ganarse un lugar en la sociedad, en el campo laboral y obtener el reconocimiento familiar pues, nos guste o no vivimos en un mundo donde si no tienes, no existes.
Solía ser una atleta muy comprometida y entregada. Después de algunas lesiones y algún tiempo mi cuerpo comenzó a cansarse hasta dejarme exhausta. Mis extremidades comenzaron a teñirse de color púrpura, mis articulaciones se sentían rígidas, entre otras muchas cosas. El diagnóstico le ponía un ultimátum a mi movilidad y me dibujaba en una silla de ruedas. Aquel día que me diagnosticaron de manera tan infame y con mucha falta de tacto, les creí porque el dolor parecía respaldar ese futuro. Pero salió al encuentro mi parte rebelde, y decidí cambiar el rictus de dolor por la risoterapia. Salí de casa en busca de amigos, y sobre todo, hice acuerdos con mi cuerpo y con mi mente para no enfermarlos. Salí decidida a trabajar fuertemente con mi espíritu, así como lo hacía con el deporte, con mucho sudor y con disciplina. Con todo ello he logrado tirar a la basura, o al menos retrasar por mucho, ese infame diagnóstico y, de cuatro años aquí, estoy caminando y hasta bailando y no he tenido necesidad de comprar una silla de ruedas.