Hace algunos años, un importante periódico de circulación nacional, realizó un experimento para medir el grado de compromiso de la sociedad para con los demás y consistió en dejar atado y amordazado a un hombre en un prado del Paseo de la Reforma (muy cerca de Chapultepec) para ver la respuesta de los habitantes de ésta gran ciudad. El resultado no pudo ser más desalentador, durante las casi tres horas que el hombre permaneció atado al árbol, ninguna persona de las decenas que pasaron junto a él se detuvo para tratar de ayudarlo, mas bien lo veían y aceleraban el paso como si temieran verse comprometidos si le prestaban alguna ayuda.
Tal vez usted piense, que dados los tiempos que vivimos, fue la mejor decisión tomada por los que no quisieron involucrarse y siguieron su camino sin detenerse a tratar de ayudar. Sin embargo, aunque este hecho representaba cierto riesgo, existen otras muchas ocasiones en que la población puede ayudar a un prójimo y por comodidad o desconfianza no se atreven a hacerlo. ¿Cuántas veces podemos cederle el paso a un peatón y no lo hacemos? ¿En cuántas ocasiones no respetamos los accesos y espacios destinados a las personas con discapacidad? O simplemente, ¿qué hacemos cuando a algún vecino le sucede algo grave y preferimos desentendernos? Ciertamente no es fácil prestar ayuda, pero cuando menos una actitud de solidaridad con los semejantes, debiera ser una constante en la sociedad. Desde luego no digo que no haya personas que si se comprometen y actúan correctamente, pero son las menos.
Por lo mismo, quiero contarles a ustedes tres vivencias que he tenido en mi vida y que me impulsaron a comprometerme por los demás, sin esperar nada a cambio.
En 1980 daba clases en una universidad particular y se me acercó un alumno, diciéndome que tenía ciertos problemas para seguir pagando la colegiatura, así que se estaba dedicando a vender llantas para automóvil. Me ofreció las mismas y me dijo que era para poder seguir estudiando. Por apoyarlo le compré cuatro llantas. Las mandé poner y que les hicieran el servicio de alineación y balanceo.
Pasaron tal vez dos meses y en una ocasión mientras me dirigía a casa a comer, de repente en una curva y en subida, una llanta se “ponchó”. El caso es que en un absurdo exceso de confianza y sabiendo que las cuatro llantas eran nuevas, no contaba con llanta de refacción y además no traía la llave de cruz para quitar la que se descompuso. Obviamente, lo que me dije no fue nada suave, sino que de “tonto” no me bajaba, ¿Cómo se me ocurría ir de mi trabajo a casa (una distancia de treinta kilómetros) y donde la mitad del trayecto era carretera, y no traer llave ni llanta de repuesto? Resultaba sencillamente temerario e inaceptable.
En fin, bajé del auto y empecé a hacer señales a los automovilistas y choferes de camiones y trailers para ver si alguno se detenía a ayudarme. Aproximadamente quince minutos después, mi esfuerzo había sido estéril. Puse las luces intermitentes y había decidido caminar para buscar un taller de reparaciones, cuando de repente, un automovilista se detuvo al frente de mi auto y echando reversa se estacionó casi pegado al mío.
“¡Oiga! me dijo, es muy peligroso estacionarse aquí, le pueden dar un golpe. ¿Qué le sucedió?” Le contesté que la llanta se había reventado y que no traía llave de cruz (ocultándole que tampoco traía refacción), y entonces sin decir más, abrió su cajuela, saco la llave de cruz y él mismo aflojó los birlos de la llanta y utilizó el gato hidráulico para después proceder a quitar la llanta.
JUAN COLÍN
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