los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para
la música. «No me importa qué instrumento toques», le decía, «con tal de que lo toques
con las piernas cerradas». Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese
encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cascara
amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien
sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano
asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la
mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó
a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos
los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita
de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el
paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos
con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor
a mierda, y oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única
del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos
naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto
en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora
y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que lo hacían. Al principio
lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy Sánchez
trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron
demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el
destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el
carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de
Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que
padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los
amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón,
hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso
decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le
correspondió siempre y bien y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el
deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a
duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos
sabían entonces, veinticuatro horas después de la boda, que Nena Daconte estaba
encinta desde hacía dos meses. De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy
lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse
como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del
desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle
a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el
regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era
la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le
esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país lo recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa
no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que
había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan
radiantes y frescas que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a
ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién
casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo,
pero sorteó el percance con un recurso encantador.
— Lo hice adrede — dijo—, para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, que debía costar
una fortuna, no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien
conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos
derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de
llevarlo al aeropuerto y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado.
Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que
desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese
año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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