Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera
desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de
Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que
seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la me-
dianoche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos y
el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces
dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la
carretera, pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan
feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas que ni siquiera se preguntó si lo
sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular
empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado
por ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días antes, a diez mil kilómetros de allí, en Cartagena de Indias,
con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal
del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció
el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un
domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de
mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho
años, acababa de regresar del internado de la Chátellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablan-
do cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su
primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para
ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje
en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta
saltó en astillas y vio parada frente a ella al bandolero más hermoso que se podía
concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y
tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño
derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una
cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin
santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la
escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos
pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad
desde los tiempos de la colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se
reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada
por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se
bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de
frente y sin asombro.
— Los he visto más grandes y más firmes — dijo, dominando el terror—. De modo que
piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un
negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen, sino que nunca hasta entonces había visto
un hombre desnudo, pero el desafío resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy
Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la
mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar
la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera.
Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto
seis generaciones de procrees de la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de
moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro
con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban
al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del
barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde
Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un
patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había
una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun
los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en
una casa de tanta alcurnia. «Suena como un buque», había dicho la abuela de Nena
Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo
tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta
68 Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos