la servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare el tiempo de
que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a robar mangos en los patios y a
matar perros a ladrillazos en las calles ardientes de Guacamayal, Para nosotros era
imposible concebir un tormento cruel que aquella vida de príncipes.
Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes no era tan estricta
consigo misma como lo era con nosotros, y esa fue la primera grieta de su autoridad. Al
principio se quedaba en la playa bajo el parasol de colores, vestida de guerra, leyendo
baladas de Schiller mientras Oreste nos enseñaba a bucear, y luego nos daba clases
teóricas de buen comportamiento en sociedad, horas tras horas, hasta la pausa del
almuerzo.
Un día pidió a Oreste que la llevara en el botecito de motor a las tiendas de turistas de
los hoteles, y regresó con un vestido de baño enterizo, negro y tornasolado, como un
pellejo de foca, pero nunca se metió en el agua. Se asoleaba en la playa mientras
nosotros nadábamos, y se secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de
modo que a los tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su civilización se
había vuelto irrespirable.
Sus noches eran de desahogo. Desde el principio de su mandato sentíamos que alguien
caminaba por la oscuridad de la casa, braceando en la oscuridad, y mi hermano llegó a
inquietarse con la idea de que fueran los ahogados errantes de que tanto nos había
hablado Fulvia Flamínea. Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes, que se
pasaba la noche viviendo la vida real de mujer solitaria que ella misma se hubiera
reprobado durante el día. Una madrugada la sorprendimos en la cocina, con el camisón
de dormir de colegiala, preparando sus postres espléndidos, con todo el cuerpo
embadurnado de harina hasta la cara y tomándose un vaso de oporto con un desorden
mental que habría causado el escándalo de la otra señora Forbes. Ya para entonces
sabíamos que después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que bajaba a nadar
a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo sin sonido en la televisión
las películas prohibidas para menores, mientras comía tartas enteras y se bebía hasta
una botella del vino especial que mi padre guardaba con tanto celo para las ocasiones
memorables. Contra sus propias prédicas de austeridad y compostura, se atragantaba sin
sosiego, con una especie de pasión desmandada. Después la oíamos hablando sola en su
cuarto, la oíamos recitando en su alemán melodioso fragmentos completos de Die
Jungfrau von Orleans, la oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el
amanecer, y luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada vez
más lúgubre y autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan desdichados como
entonces, pero yo estaba dispuesto a soportarla hasta el final, pues sabía que de todos
modos su razón había de prevalecer contra la nuestra. Mi hermano, en cambio, se le
enfrentó con todo el ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió infernal. El
episodio de la murena fue el último límite. Aquella misma noche, mientras oíamos desde
la cama el trajín incesante de la señora Forbes en la casa dormida, mi hermano soltó de
golpe toda la carga del rencor que se le estaba pudriendo en el alma. — La voy a matar
— dijo.
Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que yo estuviera
pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté de disuadirlo.
— Te cortarán la cabeza — le dije.
— En Sicilia no hay guillotina — dijo él—. Además, nadie va a saber quién fue.
Pensaba en el ánfora rescatada de las aguas, donde estaba todavía el sedimento del vino
mortal. Mi padre lo guardaba porque quería hacerlo someter a un análisis más profundo
para averiguar la naturaleza de su veneno, pues no podía ser el resultado del simple
transcurso del tiempo. Usarlo contra la señora Forbes era algo tan fácil, que nadie iba a
pensar que no fuera accidente o suicidio. De modo que al amanecer, cuando la sentimos
caer extenuada por la fragorosa vigilia, echamos vino del ánfora en la botella del vino
especial de mi padre. Según habíamos oído decir, aquella dosis era bastante para matar
un caballo.
El desayuno lo tomábamos en la cocina a las nueve en punto, servido por la propia
señora Forbes con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea dejaba muy temprano
sobre la hornilla. Dos días después de la sustitución del vino, mientras desayunábamos,
62 Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos