conocer otros en el resto de nuestras vidas.
Tarde o temprano teníamos que llegar a esa ruptura. Durante un año entero habíamos
esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelana, en el extremo
meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros
padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de
rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde
cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas luminosas de los faros de
África. Explorando con mi padre los fondos dormidos alrededor de la isla habíamos
descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la última guerra;
habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas
petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y venenoso, y nos
habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se
podía caminar sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido
Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos
soñolientos que le estorbaban para caminar, pero ella decía que no los soportaba por
amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros
padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con
ella a su casa, a menos de cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distinguir las
algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su
marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba durante el verano en los
hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste
vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de
pescados y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para
que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se
ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos llevaba a cazar las ratas de monte,
grandes como conejos, que acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a
casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dormir con el
estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel estorbo era
un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.
La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a mi padre, que
era un escritor del Caribe con más ínfulas que talento. Deslumbrado por las cenizas de
las glorias de Europa, siempre pareció demasiado ansioso por hacerse perdonar su
origen, tanto en los libros como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no
quedara en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió siendo
siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta Guajira, y nunca se
imaginó que su marido pudiera concebir una idea que no fuera providencial. De modo
que ninguno de los dos debió preguntarse con el corazón cómo iba a ser nuestra vida con
una sargenta de Dortmund, empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios
de la sociedad europea, mientras ellos participaban con cuarenta escritores de moda en
un crucero cultural de cinco semanas por las islas del mar Egeo.
La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular de Palermo, y
desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado.
Llegó con unas botas de miliciano y un vestido de solapas cruzadas en aquel calor
meridional, y con el pelo cortado como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Olía
a orines de mico. «Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo mi
padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a despecho de su atuendo marcial, la señora
Forbes era una criatura escuálida, que tal vez nos habría suscitado una cierta compasión
si hubiéramos sido mayores o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo
se volvió distinto. Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un
continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una sola hora igual, muchas veces
repetida. Cuando estábamos con nuestros padres disponíamos de todo el tiempo para
nadar con Oreste, asombrados del arte y la audacia con que se enfrentaba a los pulpos
en su propio ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de
pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera borda, como lo
hacía siempre, pero la señora Forbes no le permitía quedarse con nosotros ni un minuto
más del indispensable para la clase de natación submarina. Nos prohibió volver de noche
a la casa de Fulvia Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad excesiva con
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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