de la playa, y empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.
Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero.
Pero cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún
seguía apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía,
empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de es-
panto. El viejo portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en la solapa
de su chaqueta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose
todavía por el último soplo de la tramontana.
En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del
pueblo antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los
turistas estaban otra vez en la calle, y había música en la plaza de los veteranos, que
apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales
polvorientos del bar Marítimo alcanzamos a ver algunos amigos sobrevivientes, que
empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo
aquello pertenecía al pasado.
Por eso, en la madrugada triste del Boceado, nadie entendía como yo el terror de alguien
que se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no
hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con
la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo me-
tieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las
rechiflas de la clientela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia
Cadaqués.
La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al
regreso de la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada
por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de
inmediato, acabó por despertarme.
— ¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?
No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más
dramático. El chico, despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de
los suecos venáticos y se lanzó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de
escapar de una muerte ineluctable.
Enero 1982
58 Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos