de conocer todos los puertos del
planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo que es»,
decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.
En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la
mayor parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre.
Cocinaba su propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba
para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se
ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que
conocí nunca, con la generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes.
Hablaba poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer
pasaba horas llenando formularios de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces
hacía sellar.
Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló
de la tramontana como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería
de sentido. Me sorprendió que un hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento
de tierra.
— Es que éste es más antiguo — dijo.
Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de
veces que venía la tramontana. «El año pasado, como tres días después de la segunda
tramontana, tuve una crisis de cólicos», me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su
creencia de que después de cada tramontana uno quedaba varios años más viejo. Era tal
su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla como una visita mortal y
apetecible.
No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a
poco se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de
tierra. Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más
frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una
intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al
contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese
raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el
viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.
Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza
irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los
niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los
terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos
pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo
vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la
ventana. No nos vio salir.
Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la
esquina desamparada tuvimos que abrazarnos a un poste para no Ser arrastrados por la
potencia del viento. Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del
cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo
entonces nos convencimos de que lo único racional era permanecer encerrados en casa
hasta que Dios quisiera Y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.
Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un
fenómeno telúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y
sólo contra uno. El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nuestro
estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la estación y alfajores para los niños. Al
almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en
su lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.
El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida.
Pero debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche
despertamos todos al mismo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía
ser el de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De
modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos
del cielo de la madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A
pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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