había perdido de vista desde hacía tiempo. No me importó. Pero cuando me convencí de
que en realidad no estaba en la mesa sufrí un ataque de pánico. No quedó en la casa un
rincón sin registrar a fondo. Removimos los muebles, desmontamos la biblioteca para
estar seguros de que no se había caído detrás de los libros, y sometimos al servicio y a
los amigos a inquisiciones imperdonables. Ni rastro. La única explicación posible — ¿o
plausible?— es que en algunos de los tantos exterminios de papeles que hago con
frecuencia se fue el cuaderno para el cajón de la basura.
Mi propia reacción me sorprendió: los temas que había olvidado durante casi cuatro años
se me convirtieron en un asunto de honor. Tratando de recuperarlos a cualquier precio,
en un trabajo tan arduo como escribirlos, logré reconstruir las notas d e treinta. Como el
mismo esfuerzo de recordarlos me sirvió de purga, fui eliminando sin corazón los que me
parecieron insalvables, y quedaron dieciocho. Esta vez me animaba la determinación de
seguir escribiéndolos sin pausa, pero pronto me di cuenta de que les había perdido el
entusiasmo. Sin embargo, al contrario de lo que siempre les había aconsejado a los
escritores nuevos, no los eché a la basura sino que volví a archivarlos. Por si acaso.
Cuando empecé Crónica de una muerte anunciada, en 1979, comprobé que en las pausas
entre dos libros perdía el hábito de escribir y cada vez me resultaba más difícil empezar
de nuevo. Por eso, entre octubre de 1980 y marzo de 1984, me impuse la tarea de
escribir una nota semanal en periódicos de diversos países, como disciplina para
mantener el brazo caliente. Entonces se me ocurrió que mi conflicto con los apuntes del
cuaderno seguía siendo un problema de géneros literarios, y que en realidad no debían
ser cuentos sino notas de prensa. Sólo que después de publicar cinco notas tomadas del
cuaderno, volví a cambiar de opinión: eran mejores para el cine. Fue así como se
hicieron cinco películas y un serial de televisión.
Lo que nunca preví fue que el trabajo de prensa y de cine me cambiaría ciertas ideas
sobre los cuentos, hasta el punto de que al escribirlos ahora en su forma final he tenido
que cuidarme de separar con pinzas mis propias ideas de las que me aportaron los
directores durante la escritura de los guiones. Además, la colaboración simultánea con
cinco creadores diversos me sugirió otro método para escribir los cuentos: empezaba uno
cuando tenía el tiempo libre, lo abandonaba cuando me sentía cansado, o cuando surgía
algún proyecto imprevisto, y luego empezaba otro. En poco más de un año, seis de los
dieciocho temas se fueron al cesto de los papeles, y entre ellos el de mis funerales, pues
nunca logré que fuera una parranda como la del sueño. Los cuentos restantes, en
cambio, parecieron tomar aliento para una larga vida.
Ellos son los doce de este libro. En septiembre pasado estaban listos para imprimir
después otros dos años de trabajo intermitente. Y así hubiera terminado su incesante
peregrinaje de ida y vuelta al cajón de la basura, de no haber sido porque a última hora
me mordió una duda final. Puesto que las distintas ciudades de Europa donde ocurren los
cuentos las había descrito de memoria y a distancia, quise comprobar la fidelidad de mis
recuerdos casi veinte años después, y emprendí un rápido viaje de reconocimiento a
Barcelona, Ginebra, Roma y París.
Ninguna de ellas tenía ya nada que ver con mis recuerdos. Todas, como toda la Europa
actual, estaban enrarecidas por una inversión asombrosa: los recuerdos reales me
parecían fantasmas de la memoria, mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes
que habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la línea
divisoria entre la desilusión y la nostalgia. Fue la solución final. Pues por fin había
encontrado lo que más me hacía falta para terminar el libro, y que sólo podía dármelo el
transcurso de los años: una perspectiva en el tiempo.
A mi regreso de aquel viaje venturoso reescribí todos los cuentos otra vez desde el
principio en ocho meses febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la
vida y dónde empezaba la imaginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás
no fuera cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo
entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es
quizás el estado humano que más se parece a la levitación. Además, trabajando todos
los cuentos a la vez y saltando de uno a otro con plena libertad, conseguí una visión pa-
norámica que me salvó del cansancio de los comienzos sucesivos, y me ayudó a cazar
redundancias ociosas y contradicciones mortales. Creo haber logrado así el libro de