«SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO»
Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un
automóvil alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los
Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había
tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba casada con un prestidigitador
de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en
Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de
carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se
compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.
— No importa — dijo María—. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las
siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los
zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las
llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero
de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de
secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un
cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de asiento le dio fuego y le pidió
un cigarrillo de los pocos que quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las
ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La
mujer la interrumpió con el índice en los labios.
— Están dormidas — murmuró.
María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de
edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la
suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor
de la lluvia. Cuando despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno
helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del
mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud alerta.
— ¿Dónde estamos? — le preguntó María.
— Hemos llegado — contestó la mujer.
El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que
parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas
apenas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto
militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario.
Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que
parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas.
Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron en la puerta
del autobús, y les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían
en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de
despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que
se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en la portería.
— ¿Habrá un teléfono? — le preguntó María.
— Por supuesto — dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. «En el camino se
secan», le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó:
«Buena suerte». El autobús arrancó sin darle tiempo de más.
María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con
una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: «¡Alto he dicho!»
María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le
indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al
portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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