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San Prudencio lo contenía todo: el punto de clasicismo y la apertura a la modernidad. Todo sin excesos

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a la moda. Al fondo se ven las torres de la ciudad vieja, popular y distante de allí, casi tanto como los futuros barrios obreros.

Solo unos días antes de que unas elecciones municipales cambiaran el destino del país, aquel 12 de abril de 1931, varios próceres locales fundaron Vitoriana de Espectáculos (VESA) para gestionar los teatros y cines de aquella calle de San Prudencio. La nómina es curiosa, una radiografía política local: uno acabó de alcalde franquista y presidente del Deportivo Alavés; otro de procurador en las primeras Cortes de la dictadura; un par de ellos, nacionalistas vascos, se adaptaron perfectamente como empresarios a las exigencias del futuro régimen; otro salió al exilio y acabó presidiendo la Euskal Etxea de México D.F. en 1943, el mismo año en que el hermano de otro fue fusilado en las tapias del cementerio madrileño; hay otro que acabó en prisión; otro, conservador, era yerno del presidente de Izquierda Republicana, empresario también de muchos recursos y multado por la Ley de Responsabilidades Políticas; había un ingeniero de montes de la Diputación que empezó de republicano y acabó como falangista, “camisa vieja”; finalmente, el más anciano de todos sería días después de firmar la constitución de VESA gobernador civil de la provincia, y luego fiscal general de la República y presidente del Consejo de Estado. Únicamente echo en falta a los numerosos carlistas del lugar, quizás más devotos de iglesias que de cinematógrafos y teatros.

Como VESA, hubo otras muchas experiencias culturales en ese momento.

Sin duda que esta, con sede en San Prudencio, fue la principal y la más longeva: hace unas semanas cumplió su noventa aniversario, coincidiendo casi por unos días con el de la Segunda República. Pero interesa como metáfora de un tiempo. Los años veinte, también de dictadura en España y en parte de Europa, fueron en la cultura y en las costumbres lo que no pudieron ser en parte en la política. Desasidos del impacto de la Gran Guerra y la epidemia de gripe, todos echaron a volar y todo se alteró. La mujer cobró un protagonismo inédito en la esfera social. Las vanguardias se popularizaron, llegando sus aires a ciudades tan recónditas como Vitoria (la revista El Pájaro Azul lo muestra).

El juvenilismo lo invadió todo. El cine le echaba un exitoso pulso al teatro, igual que los bares a los cafés. Las matriculaciones de automóviles crecían y también la movilidad de la población en transportes colectivos. La vida local, definitivamente, se desbordaba hacia una cierta universalidad. El neorregionalismo arquitectónico de entonces fue quizás su grito resistente.

La calle San Prudencio recogió todos esos cambios, mostrando la puntita de la novedad y la agitación en una ciudad de por sí morigerada. Los republicanos años treinta no hicieron sino legalizar parte de una situación que ya era real: darle la dimensión política y jurídica que precisaba. Luego, todo se paró por un tiempo largo, hasta que los grandes almacenes  Woolworth (y luego Jaun, con los apellidos locales), otra vez en esta calle, anunciaron que todo iba a cambiar otra vez.

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