apenas tienen tiempo
de amontonarse hasta entintar
el patio de morado.
Ya no hay flores,
ya no hay árbol de fuerte ramazón.
Sólo una escritura humedecida
que grita desde su ansiedad
de otra época.
Sin embargo,
a pesar del trafago
y la vocinglería,
esa hilera de apamates es una calle,
es una calle morada sembrada de apamates.
Definida por las flores esparcidas
y el olor acre y aceitoso
de su follaje.
A esta hora, en estos meses,
es probable una conversación,
con los árboles apostados
a ambos lados del camino.
Hablaremos del musgo
que crece en los oquedales
y quizás bajo la lluvia
pronuncia leves sinfonías en fa menor,
de las rutas oceánicas de aves migratorias
que alguna vez acampan en sus ramas
y llevan su herraje de distantes geografías.
Hablaremos de la humedad
y de la hojarasca que martiriza las llanuras,
en los extremos de una brújula de fuego.
Hablaremos de la vieja molienda,
y de su olor esparcido en las acacias.
No sé por qué hablaremos
de las fotografías de Chaplin,
quemantes desde sus fondos desvanecidos,
de la yesca en las baladas de Janis Joplin.
Hablaremos de un grupo de jóvenes
que abismó al mundo
con su música de desenfados y afrentas
desde un remoto puerto,
y de tantos grupos
y de tantos remotos puertos
y de tanta tarde y cervezas
a orillas de un lago
que yace de tristeza
en sus galerías de mercurio.