ZOUK MAGAZINE (Versión en Español) NÚMERO 3 | Page 71

71 señales de que alguien las habitaba. El dormitorio de Lieberman era un espacio rectangular, con una ventana y un catre, una pared cubierta de fotografías y una pila de libros al lado de la cabecera de la cama. Había un cenicero en el suelo, una silla con ropa doblada encima, un vaso vacío y la luz desnuda que caía cruda desde una bombilla colgada del techo. Contiguo, un pequeño cuarto ciego, en el que se había improvisado una mesa con un caballete y un tablón. Una lámpara de mesa, lápices, bolígrafos y cuartillas. El cenicero rebosante de colillas. Una máquina de escribir reposaba sobre otra pila de libros, todo estaba lleno de libros excepto el espacio que ocupaba la mesa y la silla. Busqué inútilmente alguna novela de mi padre entre las columnas. Me pregunté dónde dormiríamos. Al poco me llamaron y bajé a cenar. Hablamos del viaje. Había cruzado el Adriático desde Grecia por el paso sur, hasta Brindisi. Pocos kilómetros más al norte conocí a Sebastián. Para no molestarle, obvié una brevedad ocurrida en Turquía. Conté que hubiera querido llegar a Bujará pero no tuve valor para acometer, sola y en autostop, el camino. Comimos un guiso de locro sabroso, hacía años que no probaba uno igual. Y me sentí extrañamente melancólica, con una levedad fantasmagórica, muy dolorosa. Inevitablemente mi padre apareció en la conversación. Lieberman dijo que había sentido mucho su muerte y tal vez intuyó que mi melancolía iba en aumento porque abandonó el tema. Sirvió más vino. Cuando terminamos nos dijo que podíamos ir a la cama cuando quisiéramos. En plena noche me despertó un susurro que llegaba del comedor. Era la televisión, encontré a Lieberman en el sofá, viendo qué se yo. Le pregunté si había estado escribiendo pero contestó que no, tan solo mirando lo que echaban. Me invitó a tomar un cigarrillo y una copa de coñac y salimos al balcón. La noche era fresca, hermosa. Me preguntó qué edad tenía yo. Veintidós, le dije. Él me contestó que entonces él tendría más de treinta, y se sintió extraño porque habían pasado ya diez años desde que envió la primera carta a mi padre. Me preguntó si me incomodaba hablar de él y confesé que su muerte aún me dolía. Hemos comido su guiso de locro, me envió alguna receta para un libro que todavía no he escrito. Y entonces fui yo quien se sintió extraña, recordé de pronto que mi padre había cocinado mucho.