ZOUK MAGAZINE (Versión en Español) NÚMERO 1 | Page 75
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le. Buscó el móvil, la batería se estaba acabando y no alcanzaba a encontrar cobetura. Tenía que relajarse, le encontrarían. En
el restaurante sabían que visitaba las cuevas a menudo. Irían a buscarle tarde o temprano, cuando empezara el servicio y él no
apareciera o, mejor, después del servicio.
La brigada cumpliría con su deber y luego
irían a buscarle, lo prefería así. Mantendría
la calma y, cuando le desenterrasen, diría
alguna frase ingeniosa. O les recriminaría que no estuvieran limpiando la cocina.
Algo se le ocurriría. Diría la frase y nadie
pensaría que había temido por su vida, que
estaba pensando en la muerte. Aunque quizá eran las palabras de Arelló, que volvían
como un bumerán: «¿Por qué no te atreves con la muerte?». Y, también: «La cocina
quiere despertar placer, pero siempre parte
de la muerte. Comemos cadáveres». Arelló
le había lanzado un reto, cocinar la muerte,
trasladar, en un bocado, sensaciones oscuras, negativas. Una cocina no necesariamente buena. Pensaba en la muerte, en la
suya y en la que tal vez se pudiera trasladar
a un plato, y el sabor salado y metálico de
su sangre se mezclaba con el olor a tierra y
hongos y leña quemada. Se mareaba, o era
más bien sueño, una pesadez contra la que
no podía resistirse.
Sentía las piedras contra su pecho desnudo. El olor a leña era cada vez más intenso,
también el cántico y los pies arrastrándose. Estiró la mano buscando el diente blanco, pero le habían quitado el pellejo y todo
lo que guardaba dentro. Sin el diente blanco
estaba perdido, el diente que había arrancado
a la bestia le daba valor, fuerza. Sin él, nada
bueno podía ocurrir. Otras voces se sumaron
al cántico y escuchó más pies. Tenían que ser
los que vivían en la cueva, le habían capturado mientras cazaba en el bosque. De nada le
había servido llevar el diente blanco encima.
Los de la cueva, los que guardaban la llama,
los que observaban desde el interior, los de
las altas sombras que bailaban con la luz de
la llama. Le habían robado el diente blanco y
lanzó un gruñido. Intentó liberarse golpeando la piedra y el cántico se hizo más intenso.
Se despertó. El silencio era absoluto. Sólo
escuchaba sus movimientos, su propia respiración. El sueño había desaparecido pero ahí
estaba el olor a leña, cada vez más intenso y
mareante. Se le cerraban los ojos, se esforzaba por mantenerlos abiertos pero tenía tanto
sueño. Y aquél olor.
El cántico y el arrastrarse de los pies en el
suelo cesaron. Gruñó, mostró los dientes,
aunque ahí dentro nadie podía verle. Escuchó otro ruido. Alguien removía la arena.
Luego nada. Luego uno nuevo rumor, de la
voz más grave, y unos pasos que se acercaban.
Alguien apartó una piedra y entró una luz
roja, deslumbrante, a través del agujero. La
voz grave empezó de nuevo su cántico. Al
principio no pudo verle pero sabía que era
uno de ellos, el de la voz grave. El que mira más allá. Levantó otra piedra, a la altura de su pecho, pero no cabían por ahí sus
manos. Tampoco podía mover los brazos.
Retiró dos piedras, aunque no para liberarle, sino para echar algo dentro. Una vez vio
como se comían a uno de los suyos. Y por
el agujero echaron leña quemada. Y él gruñó como había visto gruñir a tantos antes
de morir.
Ilustraciones: Bruna Valls