“Un hombre muere en mí siempre
lugar, asesinado por el miedo y
la prisa de otros hombres.”
Jaime Torres Bodet
A María Celina Santos
Madre cavó en tres momentos su tumba y a nada pueden compararse
aquellas fosas alineadas con la aridez. Ella no se encuentra debajo de
ninguna de esas cruces acertadas en el corazón de la tierra, no tuvo tiempo.
Madre abandonó su casa, dispersó a la familia y se fue sin decir nada
pues tomó en serio las palabras de padre quién siempre le dijo: “Mercedes,
cuando encuentre a su príncipe azul… Váyase con él”. La noche de su
ausencia pensamos que su distracción la llevó a fugarse del tiempo, pero
tras horas de desconcierto supimos que se había marchado con su profesor
polaco. Madre dejó como prueba de su existencia un cántaro estrecho, sin
asas, con cuatro hoyos laterales que cuando ella entristecía creaba música.
Ánfora andina que mantendría durante décadas hasta proyectarla hacia el
futuro una vez que en el horizonte se presentó un mundo nuevo para mí.
A padre lo conocían como el juglar de Táchira, también era astrólogo, pero
de adivino nada, a pesar que el firmamento noche tras noche vaticinaba
el mal augurio. Padre perdió toda esperanza de recuperar a madre y
enloqueció por falta de amor. Dejó de recitar poesía. Él fue el primero en
ocupar una de las fosas cavadas por madre. De repente, la vida se eclipsó.
Mi hermana Laura, Galletana y yo debimos avanzar a solas como el caudal
del río Orinoco a pesar de las apariencias y de las miradas indiferentes.
Para Laura, la exuberante, la desdicha parecía no perturbarla. Ejerció sus
encantos y engatusó a los militares de la zona. Ella fue la segunda en
ocupar la fosa cavada por madre, una enfermedad venérea de súbito la
devoró como a un personaje de Rómulo Gallegos. Galletana, la soñadora,
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que un hombre muere en cualquier