le costó trabajo estirarla para formar los discos. Luego de sumergirlos en manos para llamar la atención de sus acompañantes— vengan a probar
el aceite, los buñuelos se encogieron y salieron muy gruesos, otros incluso los buñuelos de nopal.
se rompieron cuando sus hijos le ayudaron a trasladarlos para la venta. En un par de horas Lina terminó la producción de ese día. Pero tenía que
Doña Lina ya había invertido, no podía darse el lujo perder dinero y tirar sacarse la espina. Debía corregir la receta. Al siguiente fin de semana
la producción. Se instaló a un lado del mercado, donde estaba la feria, y salió a vender una versión superior de sus buñuelos. Si podía dominar
destapó su tina. Sentía tristeza, estaba segura que no vendería nada. al nopal también podía hacer lo mismo con otros ingredientes. Así que
—¿Qué son? —se acercó una señora. comenzó a experimentar.
—Son buñuelos de nopal. Pero pruébelos —animó Lina a su primera clien- —Desde esa vez empecé. Después seguí con el de amaranto, luego el
ta y vio expectante el rostro de la mujer mientras masticaba. de guayaba, el de elote, el de fresa. Así fui metiendo y quitando varios
—Oiga, qué rico está esto. ¡Oigan! —gritó la mujer mientras levantaba la sabores —me dice con entusiasmo la mujer mientras arma en una bol-
sa de plástico un paquete de cinco buñuelos de diferentes sabores—. Y
cuando venía la feria del mole metía yo buñuelos de mole verde, mole
rojo, de adobo y de pipián. Y quedaban ricos. De pulque, también.
Y pensar que a doña Lina hasta el agua tibia se le quemaba. Durante su
infancia y adolescencia no hizo otra cosa que estudiar y estar en su casa.
Nada más. Apolonia, su mamá, siempre fue comerciante. Vendía pollo.
Era una señora muy trabajadora, luchona, como les dicen a la mujeres
rar algún platillo. A cambio le daba a sus hijos todo lo que necesitaban y
contrató a una señora para que lavara e hiciera todas las tareas del hogar.
Lina Guadalupe González Monroy estudiaba enfermería, más a fuerza
que por gusto. De hecho, cuando terminó la carrera técnica entregó el
título a su mamá. No quería ejercer. En cuanto cumplió 18 años se fue a
vivir con el novio y al poco tiempo ya esperaba a su primera hija. Debía
aprender a cocinar. No quería decirle a la gente que le enseñara; el orgullo
y la pena le ganaban. Entonces comenzó a mirar los guisados que servía
doña Leonor, una de sus vecinas. Después iba al mercado a comprar los
ingredientes para tratar de reproducirlos. A veces le salía el guiso y hasta
le quedaba sabroso; en otras ocasiones resultaba un platillo no tan agrad-
able que comía porque no había que desperdiciar.
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tenaces. No tenía tiempo de jalar a la cocina a su hija y enseñarle a prepa-