creyó. Ellos estaban convencidos
de que, para mantener todo en
orden, simplemente era necesa-
rio reforzar los muros y añadir
más personas a los equipos de
vigilancia y construcción. No sé
si fue miedo a aceptarlo o ese ego
tan típico de los humanos que
creen p oder controlar la natu-
raleza, pero mis coterráneos de-
cidieron que era seguro y viable
continuar viviendo en Marina.
Han pasado dos meses y aho-
ra todos los habitantes dedica-
mos nuestro esfuerzo diario
a fortalecer las paredes que
débilmente nos rodean. Ya nadie tra-
baja en otra cosa, los niños ya no van
a la escuela, no hay reuniones al atar-
decer o fiestas en la arena. Ni siquiera
dialogamos los unos con los otros. Lo
único que hacemos es vigilar y cons-
truir. Temer en silencio. A pesar de eso
nadie escapa, nadie sugiere que nos
vayamos. Yo me quedo porque aquí
está mi familia, mis amigos, porque
no hay otro lugar al que pueda ir.
Aunque ahora estoy completamente
segura de que me había equivocado,
el destino no hace excepciones, la na-
turaleza no se detiene. La vida jamás
permanece intacta.
RENATA PÉREZ DE LA O
Estudiante de Comunicación en
la Universidad Panamericana. In-
teresada en la fotografía y el cine,
pero sobre todo en la escritura; la
cual fue su principal motivación
para decidir estudiar esta carrera.
Su objetivo principal es producir
contenido que ayude a la concien-
tización y mejora de la sociedad.
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intentando evitar lo inevitable,
dando pequeños pasos a un lado
cada vez que el destino se acerca-
ba trayendo pedazos de la impa-
rable realidad. Y la realidad era
que nuestras casas, escuelas, tien-
das y lugares de reunión, aquel
lugar en el cual cada marinense
había echado raíces y enterra-
do innumerables recuerdos, no
tenía más que algunos meses de
vida restantes. Toda nuestra isla
estaba condenada a desaparecer.
Al amanecer convoqué una jun-
ta para comunicar a todos lo que
había descubierto, pero nadie me