diariamente marcando posibles
puntos de riesgo y las otras tres
irían construyendo barreras. El
equipo de los vigilantes indicaría
a los constructores qué barreras
era necesario reforzar y cuáles
debían agrandar. Claro que me
ofrecí a formar parte de la briga-
da. Marina era el único hogar
que conocía y no iba a dejar que
desapareciera frente a mis ojos.
Fui asignada al grupo de vigilan-
tes. Hacíamos muy bien nuestro una vuelta para inspeccionar las
barreras. Caminé por mi ruta
usual y luego de unos minutos
me detuve a admirar el mar. Tuve
que pararme de puntitas para
ver, las vallas ya habían alcanza-
do una altitud considerable.
Ahí estaba. Eterno e impasible,
hermoso y gigantesco. Me quedé
hipnotizada. Siempre que lo veía
me sentía pequeña e impotente,
frágil y a la vez afortunada de
poder ser partícipe, al menos con bebés. Era necesario preservar la
isla, mantener nuestras vidas y
rutinas lo más intactas posible;
todos merecíamos eso, nunca
habíamos hecho daño alguno a
la naturaleza. Estaba sumida en
esos pensamientos cuando sentí
algo helado que tocaba mi espal-
da. Me levanté rápidamente y
entonces lo vi.
Aquello que temimos por tan-
to tiempo y tontamente creímos
controlar. El mar comenzaba a
ban para ir a la escuela, el mis-
mo que yo recorrí tantas veces
cuando era pequeña, era intran-
sitable. Tuvimos que convocar a
otra asamblea. En esta ocasión
el asunto fue tratado con ma-
yor seriedad y decidimos que
era necesario asignar un equipo.
Participarían seis personas: tres
se encargarían de recorrer la isla trabajo y después de dos meses
logramos asegurar la isla. Todo
había vuelto a la normalidad.
Continuábamos con nuestros
rondines solo por precaución,
pero ya no había mucho que ha-
cer.
Una noche, de esas tan oscu-
ras que es imposible distinguir
dónde termina el cielo, salí a dar la mirada, de un milagro tan ex-
quisito. Lo observé hasta que mis
pies se cansaron de sostenerme
y después me senté recargada en
la barrera. Era una lástima que
hubiéramos tenido que constru-
ir un muro entre él y nosotros,
pero no podíamos permitirnos
simplemente desaparecer; en
Marina había familias, ancianos, rodear las vallas; la humedad
y la sal habían debilitado sus
cimientos y el agua comenzaba a
colarse entre la construcción. Era
cuestión de días para que todo
se viniera abajo. Entonces me
di cuenta de lo irónica que era
nuestra situación. Ahí estába-
mos todos, organizando asam-
bleas, proponiendo soluciones,
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trataba de un leve desplazamien-
to en el curso de las olas. Segu-
ramente en cuestión de meses el
agua volvería a su lugar. Ocurrió
todo lo contrario.
Apenas había transcurrido me-
dio año y las barreras de cemen-
to ya se encontraban sumergidas
bajo el incansable e impaciente
océano. Las olas comenzaban
a acercarse cada vez más a la
zona habitacional. Aquel camino
que los niños normalmente usa-