Sucedió muy entrada la noche. Cuando los lobos aullaban a la infinidad de lunas
en el vacío. El viejo astrónomo invocó a las deidades planetarias; les rezó y les
suplicó le dejaran sentir. Sus nombres eran aberrantes y se perdieron de la memo-
ria de los sujetos comunes. Antes de concluir su rito, levantó una enorme estatua
de horrenda figura. De sus innumerables sueños y pesadillas había salido el mo-
numento. Tenía la cara deforme de un toro y la piel de leopardo.
Vivía en su torre día y noche. Los años eran pocos para contar una existencia la-
tente ya por siglos. Nadie recuerda cómo o de dónde llegó, cuándo surgió ni cuál
era su labor ahí. Los locales se hicieron cientos de historias alrededor del anciano.
Le llamaban brujo, demonio, fantasma, atrocidad. Ningún sustantivo respondía a
su verdadera naturaleza.
Las tardes las pasaba estudiando al ser humano. Le resultaba demasiado curioso
que fueran creados y traídos al mundo como meras criaturas indefensas; pequeños
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GERARDO GARCÍA
RODR´ÍGUEZ
Tengo 19 años. Nací en el Edo.
de México y de inmediato mi
familia y yo llegamos a la Ciu-
dad de México. Desde pequeño
he amado el cine y la literatura
y soñé con dedicarme a alguno
de estos medios. Hace tres años
descubrí que la literatura llena
todos los aspectos de mi vida.
En la carrera descubrí que tam-
bién me apasiona la fotografía y
me quiero dedicar al periodis-
mo, además de perseguir mi de-
sarrollo profesional en el mun-
do de las letras.
La torre de astronomía
parásitos informes, irracionales e inocentes. Más
curioso aún, le parecía que crecieran y la hermo-
sura se posara sobre ellos, que continuaran siendo
estúpidos y violentos en extremo. Lo más curioso
para el astrónomo, sobre los humanos, era cómo
después de llevar vidas vanas y avaras, inmundas
e incomprensibles, hallaran una contradictoria
belleza en sus muertes. Era casi gloriosa, digna de
criaturas mayores, la gracia con la que cada per-
sona moría. La inevitabilidad del acto mortuorio
apasionaba al astrónomo.
Si tan solo él supiera lo que es morir, lo que implica.
Si tan solo pudiera sentir de verdad; la agonía del
espíritu desprendiéndose incierto del cuerpo, la an-
gustia inefable de dejar de existir, el frío en el cuer-
po y la muerte de los miembros, el último latido.
Pensar en exhalar el aliento final le fascinaba más
que cualquier otra cosa de su realidad inmediata, y
de las demás realidades por él conocidas también.
Sus noches eran mucho menos propicias para pen-
sar y discurrir estos asuntos. En lo observacional
son infinitamente más sorprendentes. Desde su
planetario estudia el Universo alrededor de él. Se
encarga de ver y capturar visualmente cada mo-
mento de la acción o inacción estelar. En lengua
vernácula se les conoce con un nombre que equi-
vale a “cazadores o receptores de luz”.
Su trabajo es meramente pasivo y perceptivo. Uno
no imagina la cantidad de conocimiento arca-
no que le es suministrado a diario, en medio de