MELISSA JUÁREZ
MORA
real, y nadie nos podía convencer de lo contrario. Creo que lo único
que nos unía como vecinos era el terrible temor al lago y, sobretodo,
a la isla. En el famosísimo lago de Pátzcuaro hay más de ocho islitas
que nadie da un peso por ellas. Hombre, ni las conocen los turistas
que llegan ahí; si con trabajo se enteran de nosotros, qué se van a
andar aventurando a buscar pedazos de tierra en un lago de por ahí.
Pero el hecho es que ahí están y para nosotros la isla más cercana
representaba el horror más grande del mundo.
Durante años, más de los que yo puedo contar en vida, ha habido
machos empedernidos que sufren de no temerle a nada y de querer
demostrar su valor a toda costa, para ganar el respeto de la gente. Si
anunciabas que ibas a cruzar a la isla y regresar, la gente se prepa-
raba para encomendarte a todos sus santos y casi casi te canoni-
zaban. ¿Y por qué tanta fiesta por un burdo nadador? Pues resulta
que ninguno de esos machos logró jamás regresar de la isla. Es más,
ni siquiera se sabe si alguien pudo alguna vez llegar. A muchos se
les vio ahogarse a los pocos metros de entrar al agua y nadie tuvo
el valor de sacarlos. Las autoridades no tenían equipo moderno de
buceo para sumergirse y sacar los cuerpos, simplemente daban una
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palmadita en la espalda a la familia y se cruzaban de brazos. Y es que,
en realidad, nunca hubo mucho que hacer.
Conforme pasaron los años, la gente desarrolló un temor ilógico al
lago, tan fuerte, que paulatinamente se abandonó toda actividad que
tuviera que ver con él. Sin embargo, nunca dejaron de sacar agua de
ahí, pues se supone que había una planta de tratamiento, lo chistoso
es que nunca le daban mantenimiento. Mientras la mentada insta-
lación funcionara, nadie movía un dedo, nos daba pánico el agua.
Finalmente, después de 17 años, puse un pie en Numarán. De entra-
da, todo se veía más o menos igual. El mismo letrero de bienvenida a
penas se mantenía en pie a un lado del arco del pueblo. Seguí avan-
zando por las mismas calles, aunque muchas de las construcciones
que habían en ese entonces ya no me recibieron de la misma forma;
noté las diversas remodelaciones que se habían hecho a las casas y a
algunos locales. Incluso logré ver algo que jamás pensé en mis años de
infancia: un edificio de cinco pisos. Claro que en la Ciudad de México
un edificio como este más bien luce pequeño al lado de las enormes
obras arquitectónicas que conforman el cielo urbano, pero en este mu-
nicipio, cinco pisos representan una obra de modernización increíble.
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