Tania Cortés Campoy
“Conforme pasaron los años, la gente desarrolló un temor
ilógico al lago, tan fuerte, que paulatinamente se abandonó
toda actividad que tuviera que ver con él.”
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La isla sin retorno
Las horas de viaje a bordo del camión me parecieron eternas. Cuando
por fin bajé, me di cuenta que aún tendría que caminar unos 15 minu-
tos antes de llegar a mi pueblo. Tantos años y la única carretera que
han construido en la zona solo llega a Pátzcuaro. Pero a Numarán, ni
quién lo fume.
Mientras andaba por el estrecho camino de terracería, rodeado de
maleza y al rayo del sol, el cual pegaba tan fuerte en la piel que hacía
a uno sentirse incómodo, me puse a recapitular todos los años que
pasé en Numarán. Los recuerdos comenzaron a caer como gotas de
lluvia, uno por uno y llegando cada vez con más fuerza y a mayor
cantidad. Recordé cómo jugábamos de niños fútbol sobre la tierra y
nos desgastábamos los zapatos de tanto derrapar sobre las piedras. A
esa edad poco te puede importar lo que traes puesto. También recordé
aquellos días de intensa competencia, cuando todos los morritos del
pueblo éramos más o menos de la edad, y corríamos de un extremo
del pueblo al otro; llegábamos bien rápido, y cómo no, si nuestro mu-
nicipio no debería haber medido más de 10 cuadras en total. Sí, era
chiquito, siempre lo fue, pero era mi hogar y con ese amor decidí re-
cordarlo durante todos esos años que estuve ausente.
Sin embargo, así como iba sonriente caminando en dirección a mi
antiguo hogar, los recuerdos felices de aquellos tiempos se vieron
opacados por los no tan felices. Sí, había habido varias razones por
las cuales decidí irme de ese lugar, y pasaron tantos años que olvidé
el por qué la vida me orilló a tomar esa decisión, pero entre más ca-
minaba, más me acordaba del pueblo, de su gente, de sus historias, y
más se me revolvía el estómago.
Resulta que en Michoacán no todo es miel sobre hojuelas. De hecho,
hay cosas que a uno que viene de pueblo no le creen si las cuenta, en-
tonces uno mejor opta por callarse la boca y guardarse sus leyendas
de pueblerino para sí mismo. Pero lo que pasaba en Numarán era