NARRATIVA
DEBUT
José Trinidad Aranda
Ese día llegó como cualquier otro, indiferente a la ansiedad que te llenaba. Tanta preparación, el
esfuerzo cotidiano por lograr la perfecta armonía, el acoplamiento adecuado entre los movimientos
de tus dedos y la vocalización de cada uno de los versos de las canciones.
Todo habría valido la pena si lograbas la aceptación de ese público tan difícil de complacer. Llegado
el momento del encuentro, subiste los tres peldaños hasta alcanzar el singular escenario, aanzaste
bien los pies para evitar riesgos y rasgando la guitarra comenzaste tu actuación con una canción de
Juan Gabriel.
Al principio la gente parecía no escuchar, cada quien sumergido en sus pensamientos y
preocupaciones, más como todo gran artista continuaste tu interpretación, poniendo toda tu alma
en cada verso y en cada nota que arrancabas a tu vieja compañera de ilusiones y desventuras, tu más
preciada posesión: la guitarra de Paracho, aquella que te regalara tu padrino, el viejo trovador de la
Plaza Grande. Yo no sé qué fue.
Si fue el sentimiento que brotó de ti, o el espíritu del veterano trovador que aún vibraba desde el
fondo de la guitarra, el efecto fue el mismo: la gente comenzó a despojarse de su letargo e
indiferencia. Doña Lupe, con su bolsa entre los pies, no pudo evitar recordar cuando su marido le
llevaba serenata, siendo novios y aún muchos años después, costumbre que sólo se vio
interrumpida por la muerte de don Chalo, como cariñosamente llamaban a don Gonzalo Frías.
Serenatas en las que al principio del noviazgo don Chalo le cantaba canciones de Los Panchos, pero
cuyo repertorio fue evolucionando con el tiempo, predominando en un momento las de Juan
Gabriel. Hasta que en la vejez, la más sentida era “Amor eterno”.
El pañuelo salió del bolso y enjugó sendas lágrimas indiscretas de los ojos de doña Lupe. Al mismo
tiempo, otros escuchas revivieron los momentos que estaban marcados en sus mentes y en sus
corazones por las canciones que oían: un amor frustrado, una novia de antaño, una madre o un
padre que ya sólo vivían en el recuerdo.
La impavidez se iba derritiendo en aquellas personas, dando paso a la sensibilidad que les
contagiabas. El escenario estaría disponible por un buen rato más; así que sin hacer pausa,
continuaste con una canción de rock en español, en la que hacías referencia a los sueños de un
adolescente que enfrentaba una vida dura y que imaginaba qué sería de él cuando fuera grande.
Los adultos jóvenes y otros más maduros, predispuestos ya por la interpretación anterior, se
removieron en sus asientos, como si de repente alguna incomodidad les impidiera quedarse
quietos. Ellos también recordaban. A sus mentes volvieron retazos de viejos sueños, y en un
parpadeo hicieron un recuento de cómo se fueron quedando en el camino. Cómo situaciones que
no pudieron controlar y decisiones que ahora veían equivocadas, los fueron alejando de aquellas
ilusiones.
Tensabas las cuerdas de la michoacana con tal técnica, pero sobre todo con tal sentimiento, que
parecías hacerla cantar. Era como si fueran dos seres que actuaban y no solo un cantante.
Pero la actuación aún no terminaba. Para nalizar interpretaste una canción impertinentemente
optimista, con una letra y ritmo tan alegres que hasta los más amargados tuvieron que aceptar un
poco de color en la gris visión de su existencia. Terminaste tu actuación con un enérgico rasgueo de
cuerdas que a todos dejó deseando escuchar algo más de aquel arte avasallador.
Al nal abriste los ojos, miraste uno por uno al auditorio y les agradeciste personalmente. Sabías,
por las expresiones que veías en cada uno de ellos, que lo habías logrado. Que toda la dedicación y
el empeño que habías puesto en tu preparación habían valido la pena. La diversidad de emociones
que presentías en el público te conrmaba que habías llegado a sus sentimientos. No podías ser más
feliz.
Así que después de agradecer una vez más al respetable, que llenaba aquel foro tan especial, pediste
bajarte. El autobús se detuvo en la última parada antes de entrar al centro histórico y tú, Tomás, te
bajaste atesorando tu guitarra de Paracho bajo el brazo derecho, y los quince pesos cosechados en la
mano izquierda.
José Trinidad Aranda Aranda (1971) Es Licenciado y Maestro en Derecho; profesor universitario; conferencista en diversas instituciones universitarias
de Yucatán y en la Casa de la Cultura Jurídica en Mérida, Yucatán. Trabaja como servidor público es aficionado a escribir. Ha publicado: Artículos de
índole histórico-jurídica publicados en Diario de Yucatán y la revista Justicia en Yucatán, ésta última editada por el Tribunal Superior de Justicia del
Estado de Yucatán. Desde el año 2016 publica en delatripa: narrativa y algo más, dirigida por el Dr. Adán Echeverría y editada por Larissa Calderón.
Forma parte de la antología "Karst: escritores de la Península Yucateca en 2016: 21 autores nacidos entre 1971 y 1996."